miércoles, 9 de junio de 2010

Conflictos de interés y política

El mostrador

Roberto Meza
Periodista. Magíster en Comunicaciones y Educación PUC-Universidad Autónoma de Barcelona.

Las recientes designaciones del gobierno en diversos cargos públicos ha suscitado una polémica en la que buena parte de sus protagonistas ha expresado severas críticas a la existencia de “conflictos de interés” (incluido los del propio Presidente de la República), aunque, hasta ahora, ninguna ha ahondado en las razones por las cuales dicho “conflicto” debería ser mal evaluado, dando por hecho, implícitamente, que su sola vigencia inhabilitaría a sus actores para gestionar el Estado, una institución humana –se explica- creada con el objetivo del “bien común”.

El concepto interés proviene del latín “interesse” que significa “que importa”. Fernando Sabater dice que el interés “es algo que está entre las personas”. Es decir, estamos unidos, amamos, a personas con quienes compartimos intereses y desligados de quienes tienen un interés diferente. En “estado de naturaleza”, entonces, compartiríamos primero con quienes nos importan y sólo después, con los “otros”. En efecto, hay cierto consenso sociológico, económico y sicológico en que los seres humanos, en situaciones de necesidad, favorecemos los propios intereses (y los de la progenie y grupo que nos importa), por sobre los “demás”. Tal es la razón por la que en economía se aplican políticas que entienden esa conducta como “natural”, derivada de nuestros pulsos básicos de supervivencia y procreación. A. Smith lo decía ya hace un par de siglos: es el egoísmo del panadero el que lleva el pan a la mesa del obrero. Es decir, quienes creen en esta idea, asumen dicho comportamiento como inevitable y proponen un modelo de operación social que lo aproveche, consiguiendo así –aparentemente- que un “mal” (egoísmo) se transforme en “bien” (oferta de bienes y servicios).
Los “conflictos de interés” son un hecho de realidad inevitable para quienes vivimos en sociedad y, en consecuencia, lo relevante no es el “conflicto de intereses” mismo, sino cómo se aborda.
Pero la “civilización”, es decir, la organización humana con objetivos comunes, se va imponiendo a ese crudo “estado de naturaleza”. Civilizar implica “moralizar” y dirimir los conflictos que surgen como consecuencia de ese egoísmo “natural”. Zanjar esos problemas, a su turno, importa cierto poder de unos sobre otros, sea en la forma de autoritas o potestas. De allí surgen, históricamente, leyes y normas que nos rigen. Dependiendo de la integración que la persona consiga a esas normas, deviene “civilizada”, acogiendo en su conducta diaria valores que facilitan su interacción con otros en sociedad. Es decir, el individuo se moraliza agregando a su comportamiento contención, solidaridad, afecto social, aún en estados de necesidad.
Dicha moral, empero, se estructura plena de inevitables intereses individuales y se construye según una mezcla aleatoria de impulsos básicos, deseos e intenciones “naturales” o “genéticas” y de aquella ética, aceptada y/o impuesta, que se añade socialmente a su conducta. Quienes no se adaptan son castigados por el poder en todas sus formas con el aislamiento en cárceles u hospitales siquiátricos. Los intereses individuales, combinados de esa manera, se van configurando en todas las áreas del quehacer personal, desde los económicos, hasta los políticos, sociales y culturales. Viviendo en sociedad habrá siempre, entonces, “conflictos de intereses” que arbitrar, tanto en lo público, como en lo privado. Tal es el papel de la “Justicia”.
La civilización y el poder implícito van creando Estado. Este, en su fase democrática, se supone destinado a normar progresivamente las conductas e intereses individuales en la búsqueda del “bien común”. Estando esta última idea sustentada en la especial estructura de poder que esa sociedad se haya dado, el “bien común” sería pues, un bien consistente con la idea de bondad instalada por quienes dominan dicho estado de cosas. Como se presume, asimismo, que el poder estatal en las sociedades democráticas es libremente elegido por mayorías y tiene carácter periódico, entenderemos “bien común” como las ideas de bien que proponen autoridades de turno, aunque sobre la base de un acuerdo social relativamente estable, expresado en constituciones y leyes, derechos y deberes que nos siguen “civilizando” a través de normas aprobadas y hechas respetar por quienes están ubicados en los poderes estaduales creadores y sostenedores de esas normas (ejecutivo, legislativo, judicial y policías).
Si todo lo anterior es verificable, entonces los “conflictos de interés” son un hecho de realidad inevitable para quienes vivimos en sociedad y, en consecuencia, lo relevante no es el “conflicto de intereses” mismo, sino cómo se aborda para evitar sus potenciales trastornos contra el “bien común”. Aceptando que los seres humanos somos egoístas en estado de naturaleza y necesidad, la primera herramienta para disolverlos sería la ley, con lo que la polémica sobre “conflictos de interés” se diluye con la simple aplicación de aquella y se previene con la fiscalización atenta y permanente de las acciones de la autoridad, por parte de quienes sospechan de ella. Y si la civilización nos hace solidarios, fraternos y responsables, el segundo instrumento será la ética personal, con lo que el conflicto se clausura no solo con la vigilancia social, sino también, por la propia conciencia respecto de lo que “está bien”.
Ley y moral exigen de acciones para ser eficaces. Se requiere enjuiciar hechos, no intenciones, para una justa condena, porque ¡ay! de las sentencias basadas en presunciones. La historia humana está llena de tales iniquidades. Las sospechas para este efecto son insuficientes y muchas veces, infundadas e inicuas. No dar, pues, a quienes asumen cargos públicos el mínimo beneficio de su decencia, resulta al menos ofensivo. Castigar con rigurosidad la confianza traicionada es, en tal caso, proteger el “bien común”. De allí que la pura advertencia sobre la existencia de “conflictos de interés” sea una polémica sobreabundante y sinsentido. Como conclusión moral, reiterar como advertencia que “con la vara que mides, serás medido” y agregar como juicio, que sólo “por sus hechos los conoceréis”.

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