sábado, 11 de julio de 2009

Por una ética radical de la igualdad


 

Por Ezequiel Adamovsky                         June 07, 2007

Este ensayo forma parte del libro Más allá de la vieja izquierda: seis ensayos para un nuevo anticapitalismo (Buenos Aires, Prometeo, 2007).

¿Qué es ser anticapitalista hoy? Está dicho: la de izquierda es una identidad en crisis. La recomposición de un movimiento de emancipación radical supone, entonces, un examen crítico de nuestro propio legado. Puestos en esa tarea, no tarda en comprobarse que una las carencias más grandes de la tradición de izquierda quizás sea la de una dimensión ética de la acción política.

El siguiente texto intenta analizar los motivos por los cuales hemos heredado esa carencia, y los efectos del vacío ético en las prácticas concretas. El ensayo recorre algunos momentos clave en la historia de los vínculos entre pensamiento moral y política emancipatoria, incluyendo el rechazo del primero por parte de la tradición marxista y algunos intentos posteriores de readmitirlo. Se postula asimismo la imperiosa necesidad de anclar toda voluntad militante en una ética radical de la igualdad, capaz de orientar nuestras acciones en un sentido claramente emancipatorio.

La izquierda radical -marxista, comunista, guevarista, socialista, anarquista, autonomista, trotskista, maoísta, leninista, etc.- procede, más allá de cualquier diferencia doctrinaria, de un impulso primario compartido: el deseo de vida en común, entre iguales, en una sociedad libre de opresión y explotación. Esa es su verdad histórica permanente.

Las ideas de izquierda, sin embargo, han tenido y tienen otros usos, que se apartan de aquél impulso fundamental, y en ocasiones pueden incluso contradecirlo. Si uno examina los motivos implícitos que estuvieron por detrás de los discursos izquierdistas en el pasado, pronto aparecen usos que son claramente ideológicos. Y lo son en el sentido marxista de la expresión: discursos izquierdistas cuya función es la de enmascarar o canalizar voluntades de poder que no quieren o no pueden expresarse abiertamente. Una función implícita tal subvierte, consciente o inconscientemente, la vocación emancipatoria primaria que dio origen a las ideas de izquierda.

Tomemos algunos casos históricos. Las ideas del socialismo, del comunismo o del marxismo, por ejemplo, han sido utilizadas en varios momentos del siglo XIX y XX por su capacidad para demoler el individualismo liberal. La crítica de la atomización de la sociedad y del imperio del egoísmo que produce el capitalismo liberal encuentra en el arsenal del pensamiento de izquierda armas poderosísimas. Pero esas armas no han sido utilizadas, en ocasiones, para alimentar un proyecto emancipatorio, sino simplemente para justificar un proyecto político de homogeneización forzada de la sociedad detrás de alguna bandera política. Ya que el individualismo erosiona la vida colectiva, de lo que se trata en estos casos es de apuntar a una restauración autoritaria de una colectividad nacional (con o sin propiedad privada o mercado, eso es lo de menos). Pueden citarse varios ejemplos de este tipo de usos de las ideas de izquierda: el fascismo de Mussolini comenzó, como es sabido, en las mismas filas que el socialismo revolucionario italiano. El itinerario del Duce no fue de ningún modo único: es similar al de otros socialistas como Sorel y al de decenas de referentes intelectuales de izquierda en todo el mundo. El antiguo Partido Comunista de la URSS es hoy una agrupación nacionalista, antiliberal y antisemita, que sin embargo conserva, del ideario comunista, bastante más que el nombre. En todos estos casos, de las ideas izquierdistas se toman sólo los elementos "convenientes" como el culto al Estado fuerte, la subordinación del individuo a las necesidades del colectivo, la crítica de la democracia liberal, etc. En el camino quedan, sin embargo, los ideales más claramente emancipatorios: los de igualdad, autogestión, cooperación, solidaridad, libertad.

A veces en combinación con el anterior, otro uso ideológico de las ideas de izquierda ha sido el del marxismo como "ideología de la modernización". Ya presente en el propio Lenin, cuando argumentó que el socialismo es "soviet más electrificación", este uso alimentó el discurso autojustificatorio de varias dictaduras, desde la de la elite china que encabezó la restauración del capitalismo, hasta la de teóricos del "socialismo africano" como Julius Nyerere o tiranos en nombre del "socialismo científico" como el somalí Siyad Barre. Nuevamente en este caso, del ideario del marxismo se seleccionan sólo las ideas de un Estado planificador fuerte (apoyado en una unanimidad forzada por debajo), el imperativo del desarrollo de las fuerzas productivas, y la crítica de la burguesía y del liberalismo en nombre de una igualdad que se restringe al plano puramente económico.

Otro uso ideológico del ideario de izquierda, relacionado con el ideal de la "modernización", es uno que existió, en proporciones variables, en los movimientos socialistas de todo el mundo. Se trata de ese "anticapitalismo de clase profesional-gerencial" del que hablan Barbara y John Ehrenreich, que más que a la emancipación de los trabajadores apuntaba a un mundo dirigido "científicamente" por la élite de "los que saben". De la mano del marxismo, la propiedad privada se hace objeto de crítica, pero en nombre de un ideal implícito de gerenciamiento técnico-burocrático de la sociedad En el camino quedan, nuevamente, la autogestión, la libertad, y la autonomía del todo social cooperante.

Finalmente, existen usos ideológicos del ideario de izquierda en un sentido inverso. En lugar de emplearse como justificación de la homogeneidad social, del dominio científico de una vanguardia/burocracia, o de un Estado fuerte, se lo utiliza como máscara del individualismo más radical. Se trata del izquierdismo de muchas personas o pequeños grupos de "anarquistas" o "autonomistas" (o como quiera que se nombren), que toman de la tradición de izquierda su rechazo a la opresión, al Estado y a la autoridad en general, pero sólo para reclamar para sí mismos el derecho a actuar según su propia voluntad (privada), sin rendir cuentas ante nada ni nadie. En este caso, el izquierdismo funciona como un barniz "estético" y un "estilo de vida" que justifica una actitud tanto o más egoísta que la de cualquier burgués, y con frecuencia mucho más elitista en su desprecio por la gente "común".

Agreguemos ahora algunos de los efectos históricos de las ideas de izquierda en la práctica: los crímenes de Pol Pot y Sendero Luminoso; el GULAG y la masacre de Tiananmen; la represión de compañeros de izquierda en nombre del socialismo dondequiera que un partido (único) haya tomado el poder; la manipulación "vanguardista" de los demás y esas innumerables pequeñas muestras cotidianas de mutua hostilidad y de "totalitarismo interno" que todo el que ha pasado por un partido o grupo izquierdista conoce. Todo esto en nombre de las ideas de izquierda.

¿Cómo es posible que ideas tan sublimes convivan con usos y con efectos tan contradictorios? ¿Cómo sucede que ideas de izquierda se conviertan con tanta frecuencia en puerta de acceso a prácticas de derecha?

Ideas sin ética

Si el humanismo implícito de las ideas de izquierda se ha mostrado tantas veces ausente en sus prácticas, esto se debe a que la tradición de izquierda, al menos en sus vertientes hegemónicas, ha carecido de una dimensión ética. Más aún: ha expulsado activamente de su política cualquier preocupación por la valoración ética de las acciones.

Reducido a su formulación más sencilla, el problema de la ética es el de establecer criterios que nos ayuden a definir qué comportamientos o acciones son buenos, y cuáles son malos (y por ello deben evitarse). Toda ética suele incluir, explícita o implícitamente, la noción de una responsabilidad de las acciones, es decir, frente a qué o quién debo responder moralmente por lo que hago o dejo de hacer. También suele incluir -casi siempre implícitamente- alguna provisión "situacional" que determine en qué contextos específicos es legítimo no respetar el código general. Tomemos por ejemplo el cristianismo: su ética, formulada explícitamente en los Diez mandamientos y en la doctrina de los pecados, emana directamente del criterio divino; es eterna y está más allá de las opiniones cambiantes de los hombres. Quien viole ese código debe responder ante Dios (más allá de que la Iglesia o el poder temporal puedan también, mientras tanto, castigar o perdonar acciones). La presencia pastoral de Dios, cuya mirada es capaz de escrutar hasta el último rincón del alma, funciona como guardián y garante de un comportamiento ético por parte del rebaño. Como sucede con toda ética, en su práctica concreta la ética cristiana incluye provisiones ad hoc para hacerla más flexible ante situaciones extremas. A pesar de los mandamientos, no cuenta como pecado mortal matar a alguien en legítima defensa, o robar una manzana para no morir de hambre.

¿Cómo se orienta la izquierda a la hora de tomar decisiones políticas, desde las grandes líneas estratégicas de un partido, hasta las acciones cotidianas de un militante? ¿Qué código de comportamientos legítimos manejamos, y ante qué o quién respondemos por lo que hacemos u omitimos?

Nunca ha dejado de sorprenderme el rechazo visceral que manifiesta mucha gente de izquierda respecto de la ética. Incontables veces he visto a compañeros pegar un respingo cuando, por algún motivo, escuchan a alguien utilizar un vocabulario que remite al universo moral. Si por necesidad tienen que discutir acerca de faltas en el comportamiento de alguien, aclaran siempre que "no se trata de una cuestión moral", como si hablar de cosas que están "bien" o "mal" no fuera propio de alguien de izquierda. Y aunque mucha gente de izquierda se cuenta entre los seres más altruistas, bondadosos y caritativos que uno pueda encontrar en este mundo, a la mayoría sin duda le incomodaría ser considerado una persona "bondadosa" (adjetivo que, para el universo cultural de la izquierda, suele evocar rasgos de "debilidad").

Esta extraña contradicción en la cultura militante se debe a que la izquierda ha rechazado toda la problemática de la valoración moral de los comportamientos, reduciendo la ética, por así decirlo, a una mera "lógica". Así, las acciones y conductas no se orientan sobre la base de lo que pudiera considerarse "bueno" o "malo", sino a lo que es "correcto" o "incorrecto". La medida de la "corrección" no es, sin embargo, definida por una ética, sino por su correspondencia con una verdad política conocida: una acción correcta es aquélla que sigue la línea de una política correcta. A su vez, se establece que una línea política es "correcta" no mediante un ejercicio de valoración ética, sino en virtud del conocimiento de una verdad (por ejemplo, el sentido en que apuntan las "Leyes de la historia", los dictados de la "conciencia de sí", los postulados expresados en algún libro canónico de Marx, Bakunin, etc.). Una acción que empuja en el sentido de la Historia -por ejemplo, inducir a que un grupo de jóvenes se sume a una acción directa ocultándole deliberadamente información sobre sus posibles consecuencias- puede ser considerada "correcta" independientemente de que sea éticamente reprobable. Lo que importa no es que la acción sea correcta porque es "buena", sino porque es o podría resultar "efectiva".

El destierro de la ética

No hay, sin embargo, nada necesariamente reñido entre ética e izquierdismo. De hecho, pueden encontrarse rastros de una gran consideración por la dimensión ética en el (mal llamado) "socialismo utópico" del siglo XIX y en varias corrientes minoritarias dentro de las tradiciones socialista y anarquista. Para el anarquismo de Kropotkin, por ejemplo, resultaba crucial apoyarse en una ética de nuevo tipo, que escapara de preceptos religiosos o metafísicos, y que diera "un Ideal a los hombres" para "guiarlos en la acción". Preocupado por el amoralismo que solía derivarse en sus días del liberalismo, del darwinismo o de las ideas de Nietzsche, Kropotkin trabajó intensamente para escribir un tratado sobre ética entre 1904 y su muerte (1921). Buscaba postular una ética de la solidaridad y demostrar que era universal, en la medida en que emanaba de la sociabilidad natural de los hombres (incluso de los animales) y del impulso de la "ayuda mutua". Una preocupación similar se hace visible también en el "socialismo cristiano" de Tolstoi, que se había convertido en un verdadero movimiento de masas a principios del siglo XX. De las enseñanzas de un Cristo desdivinizado, Tolstoi derivaba mandatos éticos generales (desvinculados de cualquier religiosidad) que no sólo debían orientar la acción política, sino que prefiguraban el mundo deseado: amor por el prójimo, humildad, perdón de las ofensas, etc.  La tradición marxista, sin embargo, se opuso enérgicamente a cualquier discurso ético. El propio Marx desdeñaba esa preocupación como algo irrelevante: en el Manifiesto Comunista la consideró una distracción que dificultaba la comprensión de las bases materiales de las penurias sociales, y en La ideología alemana llegó a sostener que "los comunistas no predican ninguna moral en absoluto". Recientemente algunos estudiosos de su obra han sugerido que el rechazo de la ética por parte de Marx obedecía tan sólo a la necesidad "táctica" de marcar una diferencia en los debates con otras corrientes de la época, y que en realidad el marxismo es un humanismo que, como tal, contiene una fuerte ética implícita. Como quiera que sea, incluso esos autores reconocen que la actitud de Marx marcó profundamente a la tradición marxista, que se mantuvo desde entonces hostil hacia cualquier discurso ético (con la excepción de una vertiente marginal de "marxismo ético" representada por autores como Ernst Bloch, Herbert Marcuse, Erich Fromm, Henri Lefebvre, o Mihailo Markovic). Karl Kautsky, el teórico principal del marxismo de la Segunda Internacional, dedicó su libro La ética y la concepción materialista de la historia (1906) a sostener que el progreso histórico obedece a leyes que poco tienen que ver con los ideales morales. Por ello, opinaba, los socialistas debían buscar orientación para la acción en "la ciencia, que se ubica siempre por encima de la ética". En su artículo "Táctica y ética" (1919) Lukács coincidió con Kautsky en que las decisiones de táctica política deben responder sólo ante el tribunal de la historia: si están en sintonía con "el sentido de la historia mundial", son por ello acciones "correctas" y, por eso mismo, necesariamente "éticas". Podrían encontrarse muchos otros ejemplos. Lo que importa para nuestros propósitos es que este tipo de reducción de la dimensión ética a un mero problema de "lógica" o de conocimiento de lo que es correcto o incorrecto respecto de supuestas  Leyes de la necesidad histórica, se tradujo en la práctica -no sólo entre los marxistas, sino entre los izquierdistas en general- en el borramiento de todo sentido de responsabilidad personal, y en el típico principio según el cual "el fin justifica los medios".

Dentro de la propia tradición marxista hubo reacciones tempranas en contra de esa alianza entre política y "ciencia" que dejaba afuera la ética. En Religión y socialismo, un notable libro escrito en 1907, hoy olvidado, Anatoli Lunacharski -quien pronto formaría parte del primer gobierno bolchevique- se propuso complementar esa "austera, modesta y árida filosofía" del marxismo, con una estética y con una ética o "ciencia de las valoraciones", de las que hoy carece. En efecto, Marx y Engels se ocuparon de "conocer" el mundo; pero "la relación total del hombre con el mundo sólo se cumple cuando sus procesos son no sólo conocidos, sino también valorados"; la acción "sólo surge del conocimiento y de la valoración". La ciencia no se preocupa por las cuestiones del corazón: responde a las preguntas "cómo y por qué", pero no se ocupa de si "es bueno o es malo". La religión, por el contrario, responde a estas cuestiones y apunta a una conclusión práctica: "constata la presencia del mal en el mundo" e "intenta vencerlo". Es por esa función de valoración ética y estética del mundo que Lunacharski sostiene que el socialismo debe "imitar" a las religiones (más allá, por supuesto, de sus elementos teológicos y dogmáticos) y convertirse en una verdadera cosmovisión.

Resulta interesante la relación que Lunacharski traza entre la dimensión ética y el problema de la hegemonía. Está claro que el socialismo es la causa del proletariado, pero ¿es también un bien desde un punto de vista moral para la humanidad toda? Los marxistas ortodoxos -se queja Lunacharski- rechazan la pregunta, porque les alcanza con que sea correcto sólo para el proletariado (el socialismo, dicen, no es una fe que busque prosélitos fuera de la clase obrera). Sin embargo -continúa nuestro autor-, esa es una concepción limitada: el proletariado necesita conseguir "la hegemonía ideológica" si quiere acceder al poder (cosa que no podría hacer si está solo contra todos). Para conquistar las simpatías de los no obreros, concluye, es necesario que el socialismo se presente como un ideal de altura para toda persona que no esté corrompida por sus intereses de clase. La postura de Lunacharski fue rechazada por prácticamente todos sus contemporáneos, de modo que el marxismo, a su pesar, siguió siendo una "árida filosofía" desprovista de dimensión ética. Y, sin embargo, aunque sin teorizarse explícitamente en el plano doctrinario, la tradición de izquierda no ha carecido de una "cultura militante" implícita, que valoriza algunas cosas más que otras. Presente menos en sus libros que en sus prácticas, algunos de los valores implícitos de la izquierda derivan de su alianza con la ciencia y del consiguiente rechazo de la ética. Por ejemplo, pocas tradiciones políticas han valorado tanto la inteligencia, el estudio, los autores canónicos, y la teoría como guías para la acción. Pocas han premiado tanto las "virtudes" de la intransigencia, la ortodoxia, la firmeza, o la incondicionalidad en la adhesión a una organización, un filósofo, o un programa. Contrariamente, es notable en la cultura de izquierda el "castigo" de otras condiciones que, desde un punto de vista alternativo, podrían ser consideradas "virtudes": la bondad, la flexibilidad, la capacidad de negociación, la disposición al diálogo y al consenso, el respeto del otro, la duda. Rechazado en el plano teórico, existe sin embargo en la práctica de la izquierda un mundo moral implícito que distingue claramente entre "justos" y "pecadores". 

Está visto: el tipo de "virtudes" que la alianza entre socialismo y ciencia estimula son precisamente aquéllas que más dificultan la cooperación entre iguales. Al orientar sus acciones de acuerdo a los mandatos de una Verdad trascendente (extraída de la ciencia, del conocimiento de supuestas Leyes de la historia, o de algún libro canónico), la izquierda se hace impermeable al prójimo. Y lo hace en un doble sentido: por un lado, volviéndose sorda a las simples "opiniones" de los legos (es decir, de aquellos que no han demostrado un manejo de esa Verdad) y por ende poco dispuesta a acordar con ellos; por el otro, rechazando implícitamente toda responsabilidad frente al otro. Bajo el amparo de la Verdad, la izquierda se hace inmune al juicio de los demás. Retirada de este modo del mundo de los iguales, adopta ese típico aire autosuficiente y de altiva condescendencia respecto de los otros, y ese estilo vanguardista perceptible incluso entre aquellos que se declaran contrarios a toda vanguardia (pero se sienten, de todos modos, "iluminados" por su propia Verdad). Se llega así a esa paradoja que señalara hace ya más de doscientos años Jean-Jacques Rousseau, en una de esas frases irónicas y cargadas de verdad que gustaba lanzar contra algunos de sus colegas filósofos. Cuestionaba él entonces a quienes dicen amar a la Humanidad, pero sólo para no sentirse en la obligación de amar a algún humano en particular. La crítica de Rousseau sirve todavía hoy para ilustrar la tragedia de una izquierda sin ética.

El comunismo como ética (inmanente) de los iguales

Si no es de la ciencia, ¿de dónde habríamos de obtener orientación para la práctica política? Y si no es ante una Verdad, ¿ante qué o quién deben poder responder nuestras acciones? Volvamos ahora al problema de la izquierda y de la dimensión ética indispensable para protegerla de cualquier uso ideológico, y para apartarla claramente de las prácticas de derecha. El principio y el fin de cualquier política anticapitalista -este es el postulado central de este ensayo- debe ser el de una ética radical de la igualdad.

Una ética radical de la igualdad es, antes que nada, una ética inmanente. A diferencia de otras éticas -por ejemplo la de Kant, la de los filósofos socráticos, o las incluidas en las principales religiones- que se pretenden procedentes de algún orden eterno (racional, natural o divino), la nuestra debe estar firmemente anclada en este mundo. Como la vida social toda, el universo de los criterios morales debe mantenerse al alcance de los hombres y mujeres concretos. Para decirlo en otras palabras, su contenido debe ser el fruto de acuerdos sociales que reconozcan las necesidades de la vida en común, tanto las más universales (es decir, las que tienen que ver con la especie humana como tal) como las más históricas y situadas. Que un código ético sea algo más o menos permanente y ampliamente compartido no significa que deba considerarse eterno o universal, ni que su autoridad tenga que depositarse en Dioses o Verdades trascendentes. Una ética inmanente es una ética de nosotros.

Por otra parte, una ética radical de la igualdad es una ética dialógica. Sabe que la sociedad no está formada por individuos aislados, pero tampoco es un colectivo que exista más allá de las personas concretas que lo producen (postular una colectividad que esté por encima de las personas, como hace cierto izquierdismo, es caer nuevamente en un trascendente). La existencia personal, como sabía el joven Bajtin, sólo es posible en la interacción con el otro: es sólo por obra de la imagen, el cuerpo, la mirada, y la palabra del prójimo que existo como persona completa. La vida social no es otra cosa que ese diálogo en curso con los prójimos vivos, con los que ya han muerto, y con los aún por venir. Una existencia ética, por eso, es aquélla de personas que se saben en la obligación de poder responder ante el otro por lo que son, por lo que hacen, y por lo que omiten. Una ética dialógica requiere entonces compromiso con el prójimo, una existencia personal que asuma su responsabilidad con el otro, y que no busque coartadas ni se retire al monólogo o al apego a un trascendente (sea Dios, la Ciencia, la Nación, el Pueblo, la Clase, el Partido, el Individuo). Una existencia ética, sin coartadas, es una de fidelidad a la situación concreta y de responsabilidad frente al prójimo en cada acto. Y sólo puede tratarse de una ética radical de la igualdad si el compromiso es con el otro concreto, tal como éste existe a mi lado. (No es sino otra variante del vanguardismo aquélla que sólo acepta responder por sus acciones frente a los que piensan o actúan como uno -el Partido o los militantes "conscientes"- sustrayéndose en cambio de toda responsabilidad frente a los hombres y mujeres "comunes".) Y no se objete que un compromiso radical con el otro tal cual es significaría una ceguera respecto de las diferencias de clase y del antagonismo que marca la vida social. Porque estamos hablando de una ética de la igualdad, cuya razón de ser es, precisamente, proteger la vida en común de aquellos que, bajo cualquier excusa, pretenden situarse por encima de los demás. Los que se niegan a ser iguales, en todo tiempo y lugar, han huido de cualquier ética dialógica e inmanente. Y es por ello, porque no pueden responder frente al otro, que la justificación del privilegio ("ley privada") se ha apoyado siempre en alguna autoridad o en algún trascendente. Una ética radical de la igualdad es, por definición, la enemiga más acérrima del poder.

¿Cuál sería el contenido concreto de una ética de los iguales? ¿Qué virtudes promovería, y qué conductas condenaría? Se trata primero y fundamentalmente de una ética del cuidado del otro, expresada en una codificación de virtudes y defectos que valore todo aquello que apunte a la cooperación, la solidaridad, la comprensión de las razones ajenas, la humildad, el respeto de lo múltiple, la capacidad del consenso, etc., y que "reprima" los impulsos a la competencia, el egoísmo, la ambición de poder, la soberbia intelectual, la terquedad, la obsecuencia, el narcisismo.

Quizás decepcione comprobar, llegados a este punto, que una ética radical de la igualdad, en su contenido concreto, no sería demasiado diferente de los códigos morales que los humanos nos hemos dado desde tiempos remotos.Para quienes no tengan veleidades vanguardistas, sin embargo, no hay nada para avergonzarse en la ausencia de saltos innovadores en este rubro: puede que el comunismo, después de todo, no sea ni más ni menos que la realización de los anhelos de vida en común de los iguales de todo tiempo y lugar.


 

1 comentario:

Anónimo dijo...

bien oportuno pensando en lo que sucede con la politica en chile.