domingo, 9 de enero de 2011

Popularidad y desconfianza política

Editorial del mostrador del 5 enero,2011
La desconfianza en la política sigue siendo el síntoma negativo más rebelde de nuestro sistema democrático. Todas las encuestas, sea desde la óptica de la valoración de las instituciones como de los atributos de los actores políticos, dejan entrever esa actitud negativa de la ciudadanía, principalmente sobre los políticos y los partidos.
Ello es preocupante. La democracia moderna es esencialmente representativa y para ello requiere de los partidos y sus dirigentes. Una baja confianza golpea tanto la estabilidad de las instituciones, las que se tornan instrumentales en la visión de los ciudadanos, como la transparencia y probidad del servicio público.
Si por el primer efecto se abren los cauces a actitudes populistas y al uso instrumental de las instituciones, por el segundo se genera una “cultura de la oportunidad” privada respecto del patrimonio público. En ambos casos, el problema no es exclusivamente de legalidad, sino también de legitimidad política y de respeto por las reglas del juego democrático.
Atribuir a la popularidad, además, un valor político sustancial, refuerza la desconfianza de la ciudadanía. Los rasgos de mediación política y de representación de las instituciones valen solo si las ocupa un acólito o un cliente.
Existe un vacío de contenidos que la gente percibe. Y si decide participar de los juegos políticos con “efectos de auditorio” o en las redes clientelares del uso arbitrario de los bienes públicos, es porque es lo que hay, lo que día a día le ofrece la política. No hay otra oferta que cautive la imaginación de la ciudadanía.
Ese tipo de vínculo está más cerca de la democracia de caudillos, plebiscitaria y de mayorías, antes que de una democracia republicana formalizada en un pacto constitucional, con instituciones y procedimientos sujetos al escrutinio público. No significa necesariamente ingobernabilidad, pero sí pone un curso de inestabilidad donde todo se mide en encuestas y popularidad.
Luego de veinte años de ejercicio democrático el país se encuentra orientado a ese escenario. Formalmente empatado en el Congreso Nacional, con áreas de gestión política de cogobierno, merced a las competencias del Senado, y un estado hiper centralizado donde todo pasa por el centro.
El país presenta fisuras importantes para que exista un bloqueo institucional, sin que su elite política tome iniciativa real sobre los problemas. El actual gobierno se encuentra ensimismado en una lucha por la popularidad, y la oposición -o parte sustantiva de ella- también ensimismada en el control de los pocos resortes de poder que puede controlar en el Estado, entre ellos la Presidencia del Senado.
En ambos casos, lo que predomina en quienes adoptan las decisiones es el juego de la popularidad en las encuestas. Consideran que ellas son el indicador de futuro más cierto, sin siquiera cuestionarse la posibilidad que no estén reflejando de manera acertada el escenario actual.
No parece racionalmente posible administrar la República y desarrollar sus instituciones democráticas con los mismos análisis de hace veinte años, sin dar un aire nuevo al régimen político. Que logre, por ejemplo, devolver al sistema al 40% de personas no inscritas en los registros electorales, o hacer confiar a parte del 80% de los que no creen en la política.
Tampoco es factible pensar que el tipo de ejercicio del poder de los últimos gobiernos de la Concertación, de un presidencialismo imperial con vastas redes clientelares, y que solo experimenta cambio de casa real, puede ser presentado como una nueva forma de gobernar.
Existe un vacío de contenidos que la gente percibe. Y si decide participar de los juegos políticos con “efectos de auditorio” o en las redes clientelares del uso arbitrario de los bienes públicos, es porque es lo que hay, lo que día a día le ofrece la política. No hay otra oferta que cautive la imaginación de la ciudadanía.
La desconfianza ciudadana y el malestar democrático del país tienen su origen en que la gente percibe la política como un sistema de privilegios, que ampara de manera transversal el nacimiento o desarrollo de otros privilegios. Da lo mismo para ella que el plan estratégico propuesto tenga cinco puntos, siete, diez o doce. Siempre tiene palabras archiconocidas desde hace 20 años o más: desarrollo productivo, infraestructura, seguridad ciudadana, lucha contra el narcotráfico, salud, medioambiente, educación, superación de la pobreza, descentralización. Es el juego de lenguaje de los políticos.

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