El drama de los mineros atrapados en una mina en la III Región y cuyo rescate mantiene en vilo a todo el país, ha hecho aparecer, una vez más en la historia nacional, el fantasma de la llamada cuestión social.
Tal como ocurrió a las puertas del Primer Centenario, la acumulación de tensiones provenientes de la brecha de la desigualdad hace emerger, aunque todavía de manera incipiente, condiciones sociales para una reacción insidiosa y desestabilizadora de la paz social.
Lo de Atacama es un punto más en una cadena de situaciones que se han producido también en otros ámbitos durante toda la última década. Precariedad de vivienda y marginalidad en los centros urbanos; desvalorización de la educación como mecanismo de equilibrio y movilidad social; indefensión frente a las empresas en materia de servicios públicos básicos; inestabilidad en los mercados laborales; creciente violencia urbana juvenil; abandono de la tercera edad. Al mismo tiempo que el país experimentaba, de manera sostenida, el período más largo y de mayor crecimiento económico en su historia.
Muchos efectos de estos problemas han sido mitigados, retardados o, incluso, contenidos, por las políticas aplicadas. Pero en lo esencial, como el centro de la atención privilegió los equilibrios macroeconómicos y el crecimiento, los residuos de la desigualdad han ido corroyendo de manera larvada todo el tejido social.
Tal como los libros de historia nacional describen como se produjo la cuestión social entre 1890 y 1910, hoy parece reeditarse en el Chile del Segundo Centenario. Un choque brutal entre un crecimiento económico que genera grandes fortunas, y que permiten al Estado desarrollar una vasta red de obras públicas y un país con una apariencia de modernidad sustentable, mientras una parte importante de la población no recibe los beneficios del progreso económico y retrocede a niveles graves de precariedad y desprotección social. Sin un Estado que cumpla adecuadamente su papel social de garante de la equidad y el bien común.
El economista Patricio Meller, en un lúcido, y poco leído, artículo publicado en la revista Perspectivas del Departamento de Ingeniería Industrial de la Universidad de Chile, (octubre de 1999), plantea que el tema ha estado presente en el debate chileno desde el siglo XIX. Y cita en la introducción algunos párrafos de Valentín Letelier, de perfecta actualidad: “qué es lo que necesitan los grandes para explotar a los chicos, los fuertes a los débiles, los empresarios a los obreros, los hacendados a los inquilinos, los ricos a los pobres? Sólo una cosa: libertad, o sea la garantía de que el Estado no intervendrá en la lucha por la existencia para alterar el resultado final en favor de los desvalidos. Eso es lo que el sistema de libre mercado da a los más poderosos” “¿Y cómo ayudar a los más desvalidos a mejorar su situación? Se requiere de la protección del Estado para que posibilite la igualdad de oportunidades en un mundo de desiguales: “no hay desigualdad mayor que la de aplicar un mismo derecho a los que de hecho son desiguales”. “la política no es el arte de establecer un sistema de libre mercado; es el arte de satisfacer necesidades sociales”
El juicio de Valentín Letelier, de 1896, declaradamente laico y progresista, interpela a la elite gobernante de la época.
Hubo también una llamada de atención proveniente del mundo conservador y religioso. La Iglesia Católica con la Encíclica Rerum Novarum (De las cosas nuevas) en 1891, se refiere por primera vez a las condiciones y problemas de las clases trabajadoras. Esa posición aún tibia posteriormente iría evolucionando hacia una doctrina social de la Iglesia Católica.
En la actualidad hemos visto diferentes planteamientos y debates sobre salario ético, protección social, ingreso ético familiar, motivados por movilizaciones sociales fuertes, que demuestran, al menos aparentemente, que las elites estarían sensibilizadas para generar un freno al deterioro. Pero en la práctica no se avanza mucho.
Es evidente que la situación actual no es solo producto de la ambición económica de empresarios inescrupulosos o de un capitalismo desbordado. Como tampoco la existencia de un Estado precario, sin capacidad de generar condiciones de equilibrio y controlar los desbordes de legalidad, es culpa de la Dictadura militar de los años 70 y 80 del siglo pasado.
Si bien ellos son datos fuertes del escenario, nada excusa la falta de voluntad de la Concertación, durante veinte años, para introducir controles de calidad y legalidad en las políticas, dependientes solo de sus facultades administrativas. Especialmente en materia de vivienda y barrios, en los mercados laborales, o en el control regulatorio de los servicios básicos.
Cuando durante el Gobierno de Ricardo Lagos se generó una presión empresarial por lo que se denominó excesos de control de la Dirección del Trabajo, dirigida entonces por la socialista María Ester Feres, fue un ministro de su mismo partido, Ricardo Solari, quien tuvo una ambigua actitud en el tema y estuvo de acuerdo con su remoción.
Los excesos de control eran acciones orientadas, precisamente, a controlar situaciones como las que hoy lamentamos en la mina de Atacama.
Resulta preocupante que ante los síntomas que se perciben de emergencia de una cuestión social nuevamente en el país, la elite política se muestre poco perspicaz e incapaz de asumir responsabilidades compartidas en el hecho y se oriente, de manera ciega, a una política orientada por el síndrome del enemigo
Sería lamentable además que, como corolario del Segundo Centenario, el paradigma de la cooperación público privada lucido con orgullo como base del crecimiento económico del país, terminara en una muestra de que el mercado no solo es cruel, como dijo un Presidente de la Concertación, sino que si va acompañado de un lucro sin control, termina desintegrando la sociedad
jueves, 26 de agosto de 2010
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