Ezequiel Adamovsky
Mas alla de la vieja izquierda.
Seis ensayos para un nuevo Anticapitalismo.
Acerca del sentir en política
Hablemos de sentimientos. Por debajo nuestra parte consciente existeuna rica vida emotiva, que establece con aquélla una relación problemática. Cualquiera que haya vivido sabe que "el corazón tiene razones quela razón ignora", y que ninguno de los dos es reductible al otro. A veces se contradicen o se molestan mutuamente, pero es más frecuente que encuentren formas de convivencia más o menos pacíficas. Ambos tienen infinitos recursos para camuflarse, influirse, o acomodarse para, aunque sea, pasarle al otro inadvertido. El corazón, en especial, es particularmente hábil a la hora de viajar de polizón en las más variadas racionalizaciones, aun en aquéllas que le son hostiles, y disfruta maliciosamente el malograr los planes mejor elaborados. La razón, naturalmente expansionista, nunca se da por vencida en su vano anhelo de disciplinar a su burlón acompañante y, en los tiras y aflojes de esa complicada convivencia, ambos se modifican mutuamente. Y es que ambos, a pesar de sus diferencias, tienen algo en común: viven en la historia. Lejos de ser substancias invariables o "naturales", con contenidos o pretensiones fijos, ambos son producto de la vida histórica. Razón y sentimentalidad cambian con los tiempos: tienen ellos también una historia. Lo mismo puede decirse de la relación entre los discursos políticos expuestos en forma racional y sistemática, y lo que Raymond Williams ha llamado las "estructuras de sentimiento", que se expresan a través de referencias vagas y a veces inconscientes, pero que tienen una fuerza igual o mayor que aquellos. Una misma estructura de sentimiento puede habitar en varios discursos políticos, incluso si estos son antagónicos.
Del mismo modo, dentro de una misma familia política puede haber varias estructuras de sentimiento, a veces sin percibirse mutuamente. ¿Existen los sentimientos de izquierda? No pregunto sí la izquierda tiene sentimientos (claro que los tiene), sino si hay un tipo de sentimentalidad que corresponda al conjunto de racionalizaciones que circulan en la izquierda. Si hubiere más de uno: ¿Conviene preferir ciertos tipos de sentimientos antes que a otros? Llegados a este dilema, el lector atento se preguntará a qué me refiero con eso de "corresponder". ¿Cómo se sabe si sentimientos e ideas que viajan juntos están hechos el uno para el otro? La respuesta no es sencilla. Quizás ayude un poco empezar por un ejemplo.
Supongamos que estamos en la segunda mitad del siglo XIX y somos socialistas. Nuestra racionalización del mundo nos indica que la mayoría de las infelicidades propias y ajenas podría solucionarse acabando con la propiedad privada de los medios de producción. Correcto: aún me que dan por hacer varias racionalizaciones más acerca de cómo conviene que me organice, qué tipo de plataforma es la mejor en el corto plazo, a quiénes he de dirigirme en busca de apoyo, etc. Pero dejemos las ideasde lado para ir a los sentimientos. ¿Cómo vivo mi vida entonces? Quizás
me entregue por completo a "la causa", viva en una buhardilla helada,
me alimente a base de sopa de repollo y duerma poco para no quitar
tiempo a la militancia. Estudio febrilmente teoría socialista, asisto puntualmente
a todas las reuniones del partido y obedezco las decisiones
tomadas. Toda mi energía está puesta allí, y ni siquiera me interesa pensar
en tener relaciones amorosas. Es más, miro con desprecio a mis compañeros
cuando gastan unos centavos en el bar o se entregan a los placeres
sensuales. Como parte de mi militancia, inicio entonces una campaña
contra el juego y el alcohol y por la temperancia en general. En la
sociedad nueva, imagino, todos seremos como hermanos y viviremos felices
el uno para el otro, y no habrá sufrimientos, ni peleas, ni desacuerdos,
ni alcohol, ni ese toqueteo inmundo en las tabernas. Seremos hombres
nuevos. La política no hará ya falta. Mientras imagino esto anhelo
que llegue la Revolución, que será como un gran fuego que todo lo purifique,
y acabará con los burgueses, y con los bares también.
En este caso, las ideas son socialistas, pero los sentimientos son mucho
más amplios, y compartidos con gente insospechada. Por ejemplo, aunque
sus racionalizaciones del mundo sean completamente distintas, las
monjas que viven en un convento en el mismo barrio de nuestro hipotético
militante tienen una sentimentalidad muy parecida. Sus vidas son
similares: también son austeras, también se irritan contra el alcohol, el
sexo y los disfrutes mundanos, también sueñan un futuro de seres perfectos,
y también imaginan un gran momento de regeneración, como un
fuego que acabe con los pecadores, cuando llegue el juicio final. De
hecho el socialista, aunque no lo sospeche (y aunque sea furiosamente
ateo), tiene una estructura de sentimiento formada por siglos de cristianismo.
Quizás por ello hubo tanta circulación entre cristianismo "social"
y socialismo. Piénsese si no en aquellas ideas hoy olvidadas de Cabet –
uno de los principales líderes del comunismo francés de mediados del s.
XIX– del socialismo como "verdadero Cristianismo", o en la enorme cantidad
de cristianos cuyo paso al socialismo fue poco más que un cambio
de Iglesia. En estos casos, adaptando las racionalizaciones explícitas
para ponerlas más en sintonía con los tiempos, una misma estructura
de sentimiento consiguió permanecer. De hecho, de tal estructura
de sentimiento no se deriva necesariamente una opción política
unívoca: sintiendo así se podría ser monja o militante, pero también elegir alguna otra secta religiosa, o quizás mudarse al Nuevo
Mundo, donde decían que no había clases sociales, ni pecado, y que
se podía empezar todo de nuevo.
Supongamos ahora que soy otra persona, también socialista y del siglo
XIX. Me junto con mis compañeros luego del trabajo, y nos encanta
beber hasta casi embriagarnos, jugar a las cartas, corretear a las muchachas
y bailar hasta caer de cansancio cuando hay fiestas cerca del mercado.
Discuto con mis compañeros del trabajo que hay que organizarse en
un sindicato y obligar a los patrones a pagarnos más. Imagino que en el
futuro todos los trabajadores nos organizaremos en un gran sindicato, y
que ese día mandaremos a la mierda a todos los patrones y tomaremos las
fábricas, y ya no seremos tan pobres, ni trabajaremos tantas horas, y ya no
habrá tanto odio y habrá fiestas todos los días. Por eso, cada vez que
puedo, hablo con mis compañeros y trato de convencerlos de que se
unan al sindicato. No me gustan mucho los libros, y desconfío un poco
de los que se la pasan leyendo, ¡qué saben ésos!, y además me tienen
cansado con eso de que no está bien tomar cerveza ¡parecen curas! Después
de todo, un día me voy a morir, y quiero pasarla bien mientras estoy
acá, que para pasarla mal ya tengo el trabajo. ¡Y se está tan bien bebiendo
con los compañeros!
En este caso las ideas son igualmente socialistas, pero los sentimientos
son muy distintos de los del socialista "austero". El trabajador del segundo
caso siente al mundo en forma quizás más parecida a la del grupo de
jóvenes ricos que se junta en un cenáculo en otra parte de la ciudad, y
que sueñan con ser artistas de vanguardia, y que odian la hipócrita moral
burguesa y el culto al dinero, y sobre todo la temperancia. En sus reuniones
beben licores, fuman opio, se cuentan sus aventuras sexuales y recitan
poemas hasta quedarse dormidos. No les gustan mucho las teorías, ni
las filosofías, ni los profesores. Les encanta el ridículo, el grotesco y los
gestos desproporcionados. Sueñan que quizás el mundo podría un día
ser así, como un gran cenáculo de amigos artistas. Sus ideas no son socialistas,
y sus preocupaciones son más estéticas que otra cosa. Y, sin embargo,
su estructura de sentimiento se parece bastante a la del obrero (y a su
vez a la que en la Edad Media floreció en los resquicios de la cultura
cristiana, entre los Goliardos, en los carnavales, en Rabelais). Quizás por
eso unos años más tarde habría tanta circulación entre artistas de vanguardia
y los movimientos socialistas. ¿Llevaba necesariamente este tipo
de sentimentalidad a la elección por el arte y el socialismo? No: uno
podría haberse contentado con ser un feliz libertino al margen de la
sociedad, o quizás con ser un artista de vanguardia y canalizar el despre36
Primera parte: Lo actual y lo inactual en la cultura de izquierda
cio por la moral burguesa en el movimiento fascista, como hicieron los
futuristas italianos. Con casi las mismas ideas y sentimientos, sin embargo,
los futuristas rusos apoyaron fervorosamente a los Bolcheviques.
Como estos ejemplos podrían citarse muchos otros: hay muchas más
formas de sentimentalidad con muchas más y curiosas vinculaciones con
las opciones políticas. Lo que es importante tener en cuenta es que quizás
los dos "tipos" de socialistas –llamémosles el "austero" y el "hedonista"–
podrían haber hecho política juntos, pero aun así difícilmente habrían
sido amigos. Por otro lado, si bien existe una cierta indeterminación
política de las formas de sentimentalidad, esto no quiere decir que los
sentimientos y las ideas sean mutuamente neutros, es decir, que cualquier
sentimiento pueda ir con cualquier idea, o que cualquier estructura de
sentimiento le sea igualmente aceptable al proyecto socialista. Creo que
varias formas de sentimentalidad pueden coexistir dentro de la izquierda,
y que no es cuestión de establecer reglas estrictas al respecto. Sin
embargo, sí existen algunas estructuras de sentimiento que pueden hacer
el camino hacia la emancipación más complicado.
El problema del romanticismo
Delimitada ya la problemática de los sentimientos en política, volvamos
a la propuesta de González de enriquecer la cultura de izquierda.
No cabe ninguna duda de que muchos elementos de la sentimentalidad
romántica pueden ser y han sido positivos para la tradición socialista,
como complemento intelectual y emotivo de su herencia ilustrada.
Otros quizás le sean indiferentes. Pero hay algunas estructuras de sentimiento
románticas que tienen un valor en sí profundamente contrario a un socialismo
deseable. Conviene una breve digresión antes de pasar a analizarlas.
Tal como González nos recuerda, Michael Löwy se ha dedicado a
mostrar los intensos contactos que existieron entre socialismo y Romanticismo,
y cómo éste fue para muchos una importante vía de acceso a la
militancia socialista. Acuerdo con esto en general, y no veo ningún motivo
para contraponer hoy Romanticismo e Ilustración, como si fueran
necesariamente antagónicos, y como si hubiera que optar por el uno o
por el otro. Dicho esto, sin embargo, podrían hacerse un par de observaciones
a la tesis de Löwy. En primer lugar, analizando correctamente los
puntos de contacto con el socialismo, Löwy no se ocupa de explicar por
qué el Romanticismo derivó con muchísima más frecuencia hacia posiciones
de extrema derecha. Creo que el motivo de esta omisión tiene que
ver con mi segunda objeción: la propia definición de Romanticismo que
Löwy utiliza. En efecto, para este autor el Romanticismo es una Weltaunschauung
(visión del mundo), una "estructura significativa" no necesariamente
consciente que subyace en una gran variedad de contenidos y
formas, y que consiste en "una crítica de la modernidad, es decir, de la
civilización capitalista moderna, en nombre de valores e ideales del pasado";
por ello el Romanticismo "es por esencia anticapitalista".2 El problema
con esta definición es que no se corresponde con el fenómeno histórico
de lo que en el siglo XIX se llamó Romanticismo. Existen muchos
ejemplos de crítica a la modernidad apelando a valores del pasado, que
sin embargo no cuestionaron el capitalismo per se sino sólo al proceso de
individuación que supuso la modernidad; por otro lado, no todos los
románticos apelaban al pasado, como bien señaló Berlin, sino que algunos
tenían su mirada claramente puesta en el futuro.3
No intentaré proponer aquí una definición alternativa de "romanticismo":
a pesar de los varios intentos que hubo hasta la fecha, considero
que el gran historiador de las ideas, Arthur Lovejoy, tenía razón cuando
decía que se trata en realidad de varios fenómenos irreductibles a un
común denominador.4 La definición de Löwy tiene el problema de que,
al reducir todo el movimiento romántico a uno de sus componentes –la
búsqueda de modelos de sociedad en el pasado–, promueve una evaluación
un tanto ingenua y complaciente hacia la totalidad de los elementos
culturales del Romanticismo.
Una vez cuestionada la unicidad del fenómeno del romanticismo,
podremos entonces evaluar cuáles elementos rescatar y cuáles no. Porque
el movimiento romántico presentó una gran cantidad de nuevos elementos
culturales y sentimentales, a veces contradictorios: el elogio de lo
primitivo, lo no regulado, lo joven, el sentido exuberante de la vida,
pero también la fiebre, la enfermedad, la decadencia, la muerte. La multiplicidad
inextinguible, la turbulencia, la violencia, el conflicto y el caos,
pero también la paz, la armonía con el cosmos, la unidad consigo mismo,
la disolución en el espíritu eterno. Lo raro, exótico, grotesco, misterioso,
sobrenatural, castillos encantados, vampiros, los poderes de la oscuridad,
el terror, lo irracional, lo innombrable, pero también la familia,
la tradición, la dicha de la vida cotidiana y la naturaleza, la paz del
campo, la simpleza del hombre del pueblo. Lo antiguo, lo gótico, lo
histórico, las lealtades profundas pero inexplicables, pero también la
búsqueda de lo nuevo, del cambio revolucionario, vivir en el presente, el
instante fugaz o lo intemporal. La nostalgia, los sueños intoxicantes,
alienarse en paisajes lejanos, la melancolía del exiliado, pero también la
cooperación con los demás en un esfuerzo en común, el sentido de pertenencia,
la aceptación de una jerarquía y de lazos sociales orgánicos. Un
misticismo naturalista extremo, pero también un esteticismo anti-natural
extremo. La energía, la fuerza y la voluntad, pero también el torturarse a
uno mismo, suicidarse. Lo primitivo y rudimentario, lo simple y natural,
pero también la sofisticación, el dandysmo, la preocupación por vestirse
moderno y pintarse el pelo de azul. El exhibicionismo y la excentricidad,
el heroísmo, las almas malditas, el cinismo, la risa satánica, pero
también Dios, los ángeles, el orden cristiano y eterno. Individualismo y
colectivismo, pureza y corrupción, revolución y reacción, guerra y paz,
amor a la vida y amor por la muerte. Todo esto –según el listado de
Berlin– fue el Romanticismo.
De todo este contradictorio conjunto de elementos, algunos me seducen,
otros me son indiferentes, algunos otros me provocan rechazo (aunque
no necesariamente buscaría erradicarlos: me alcanza con moderarlos
o no fomentarlos); pero hay unos pocos que, creo, precisan ser combatidos
sin tregua dentro de la política emancipatoria. Se trata de aquellas
estructuras de sentimiento que buscan revertir el universalismo y el proceso
de individuación que supuso la Modernidad (y el anti-fundacionalismo
del pensamiento radical actual, que es herencia directa de la Ilustración).
Para decirlo más claramente, me refiero a las "sospechas" básicas
que definen la condición moderna: que somos todos parte de una única
y misma especie, que la realidad primordial de esa especie es que somos
todos individuos naturales (es decir, simples bípedos implumes que vivimos
en sociedad, antes que entidades ideales, sean individuales o colectivas),
y que no existe un orden metafísico en el cual fundar u orientar
nuestras acciones, por lo cual es necesario establecer algún tipo de forma
deliberativa para tomar las decisiones que afecten al todo social.
Para una civilización educada en la religión, estas nuevas ideas de la
Modernidad supusieron un enorme cambio en la sentimentalidad. De pronto,
la certeza de un mundo fundado en un principio trascendente, firme
e incuestionado, cedió su lugar al vacío de saberse solo en el universo, y
a la angustia por la experiencia de la fragmentación, es decir, la ausencia
de una unidad a priori y estable entre los hombres. Angustiantes o no,
estos sentimientos nos acompañan hasta hoy; cada cual busca lidiar con
ellos como puede: el Romanticismo ofreció un vasto conjunto de estrategias
para hacerlo.
De todo ese conjunto, existen dos tipos de sentimentalidad romántica
que me resultan contrarios a cualquier socialismo deseable, justamente
porque constituyeron reacciones en contra de esos tres puntos mínimos
que definen la condición moderna. El primero de ellos es el que buscó
reencontrar la unidad perdida disolviendo al individuo en alguna forma
de comunidad. La comunidad podía reencontrarse en la religión o en la
creencia compartida en algún otro tipo de mito, como el de la nación, la
raza, el pueblo, la clase redentora, la Revolución, etc. Esto no quiere
decir, naturalmente, que esté necesariamente mal creer en Dios, sentirse
parte de una nación, ni mucho menos desear hacer una Revolución, o
querer organizar algún tipo de comunidad superadora del individualismo
liberal, como bien propone Löwy (de hecho, opino que construir
una nueva comunidad fundada en la realización del individuo, o lo que
es lo mismo, hacer una Revolución, es el objetivo irrenunciable de cualquier
política que pretenda llamarse emancipatoria). A lo que me refiero
es al momento en que esas formas de comunidad imaginada se sitúan en
un plano trascendente, exigiendo así a los individuos que renuncien a
su autonomía y se entreguen incondicionalmente a los mandamientos
que tal mito instituye. En el plano de la sentimentalidad, existe una
estructura de sentimiento típica de esta renuncia, que llamaré ethos espartano,
y que está centrado en la austeridad, la represión de los deseos y los
intereses individuales, la proyección total de uno mismo en la imagen de
la comunidad futura y el desprecio del presente, la intolerancia hacia
aquellos que no creen o que no consiguen reprimir totalmente su dimensión
individual, y una mentalidad dominada por el motivo de la guerra
o de la defensa contra un "enemigo" (cuya presencia real o virtual es
siempre necesaria para reforzar la fe). Este tipo de sentimentalidad la
comparten, por ejemplo, nacionalistas, socialistas, religiosos y sectarios
de diversos tipos, sin que esto quiera decir que todos ellos necesariamente
deban vivir de acuerdo a esta estructura de sentimiento.6
El segundo tipo de sentimentalidad romántica que me resulta hoy
inaceptable es la que busca restaurar la unidad perdida eliminando el
momento de la sociedad, para así establecer una conexión directa, sin
mediaciones, entre el individuo y el cosmos. En esta cosmovisión, la
persona es la expresión primordial de un orden cósmico, de la vida o de la
energía creadora que da forma al caos; por ello, cada persona es una
unidad en sí misma, que no requiere pasar por ninguna forma de sociedad
para acceder a la Verdad, o para crear la verdad. El conocimiento en
su forma argumentativa o la deliberación con los congéneres son así despreciados
en favor de la intuición, de la voz de lo supremo en nuestro
interior, o de la voluntad creadora. En el plano de la sentimentalidad
esta estrategia antimoderna suele manifestarse de varias formas. Una puede
ser el aislamiento, el silencio, la contemplación, el refugio en la vida
interior. Otra, la exaltación del individuo fuerte, el culto a la voluntad y
a la locura creativa, al peligro y a la energía, los excesos, la mueca cínica
hacia los simples mortales que carecen de genio o que pierden su tiempo
hablando o tratando de conocer. En general supone un fuerte pesimismo
respecto del presente y de los hombres, con los que se rechazan los contactos
en pie de igualdad; la validez de toda regla o pauta social es puesta
en cuestión, no en favor de nuevas reglas, sino de la autonomía irrestricta
del individuo (no de todos, sino de los que la merecen). Entre las reglas
así rechazadas se diluye cualquier interés por la responsabilidad en las
acciones, o por su justeza. Importa el compromiso, la férrea convicción
en la persecución de un ideal más que el ideal en sí mismo. Los motivos
y razones ceden paso al gesto, a la estetización de los comportamientos;
no importa ya hacia dónde se empuja: lo que importa es empujar. Es la
estructura de sentimiento básica de artistas malditos, de jóvenes nietzscheanos,
de anarquistas individualistas, de terroristas solitarios y de varios
tipos de elitismo y vanguardismo, y puede combinarse de varias formas
con la sentimentalidad comentada antes, es decir, con la imagen de
una comunidad que no es sino el reflejo narcisista de uno mismo.
Estos dos tipos de sentimentalidad, aun en sus formas conscientemente
ateas, derivan históricamente de la sentimentalidad religiosa. En
el caso del comunitarismo anti-individualista, el vínculo es evidente: se
trata de una encontrar una nueva forma de religio, una comunidad religada
en torno de una entidad metafísica. En el caso del "personalismo", del
individuo como un cosmos completo e independiente en sí mismo, el
vínculo no es menos claro: procede del Protestantismo y su rechazo a la
autoridad en materia de religión basado en una apelación a la luz interior,
que permitiría un contacto directo, no mediado, con el Creador.
Pasó a formar parte del universo Romántico, en Alemania, de la mano
del movimiento pietista (a su vez una derivación del Luteranismo).8 Las
consecuencias elitistas y antisocietarias de esta perspectiva pueden verse
en autores tan diferentes como Nietzsche y Berdiaev.
Quisiera argumentar que, a pesar de que en el plano teórico de las racionalizaciones
las ideologías de izquierda estuvieron y están profundamente
dominadas por la herencia de la Ilustración –González tiene razón en
este punto–, en el plano de los sentimientos la cultura de izquierda está
marcada por tipos de sentimentalidad que son claramente románticos
(incluso en las dos peores formas recién reseñadas). En la psicología
sectaria y la intolerancia, en la austeridad espartana y el desprecio por la
vida privada y los placeres del mundo material, en la idea del "hombre
nuevo" y el menosprecio del hombre realmente existente, en el culto a la
lucha sin importar sus resultados prácticos, en la estetización de la
violencia, en la despreocupación por toda cuestión ética y por la responsabilidad
en las acciones, en el autoritarismo, la veneración por
los textos sagrados y el imaginario milenarista, en la espera de la Revolución
y la eliminación de la política de "lo posible", la cultura de
izquierda está repleta de elementos de la sentimentalidad romántica.
Más allá de las ideologías explícitas, con no poca frecuencia, en el
plano de los sentimientos, la política de izquierda se ha parecido,
mutatis mutandis, a la relación típica del héroe de la literatura romántica
con el amor y las mujeres. El héroe romántico, desesperado por
encontrar el amor auténtico, se embarca en la búsqueda de una mujer
de ensueños que es la sombra terrena de un ideal trascendental. Como
un ideal autogenerado, la mujer cobra la identidad de la concepción
intuitiva del héroe respecto de la verdad y de la belleza. En otras palabras,
ella es una proyección narcisista, una diosa incorpórea inalcanzable
que consume a su amante. El héroe suplica a la diosa que así crea, y
se embarca en un amor estéril y narcisista que priva a la mujer de identidad
y corroe la virilidad masculina.9 Indudablemente, el recurso es efectivo
desde el punto de vista estético y del de la autosatisfacción personal,
y una y otra vez se lo utiliza para invitar al gesto radical y para llenar de
sentido vidas de otro modo vacías; pero es dudoso que sirva para hacer
política de verdad.
Sentimentalidad democrática: ¿sentimentalidad burguesa?
Las estructuras de sentimiento que en general predominaron en la
cultura de izquierda y en varias de las vertientes del Romanticismo, tenían
un enemigo en común: les repugnaba la moderación, la sensatez, el
diálogo, la negociación, la tolerancia, la responsabilidad, el respeto por
los demás, el sentido común, los intereses privados, el confort. Todos
estos elementos eran percibidos como parte de la actitud típicamente
"burguesa". Sin embargo, existe, entre la sentimentalidad que configuran
esos valores y la ideología burguesa, una relación que no es de pura
correspondencia. De hecho, mucho de aquella sentimentalidad resulta
indispensable si de lo que se trata es de fundar hoy un proyecto
anticapitalista deseable. Quisiera proponer que el tipo de sentimentalidad
en cuestión no es esencialmente burgués sino democrático, y que
surgió en el contexto de la política democrática de la polis de los
antiguos griegos. Si hoy la percibimos como "burguesa", es porque la
ideología liberal-burguesa efectivamente colonizó esta estructura de sentimiento,
obliterando así su origen radicalmente igualitarista y democrático.
Acompáñeme el lector en un viaje a la antigua Grecia, ida y vuelta,
con escalas en los siglos XVIII, XIX y XX en busca de la verdadera sentimentalidad
de los iguales.
Primer momento: la invención de la política
Lo que he llamado "sentimentalidad democrática" (quizás sería mejor
llamarla "igualitarista", para no confundirnos con la democracia tal como
la entendemos hoy) se manifestó por primera vez, hasta donde sabemos,
entre los inventores de la política y la democracia: los atenienses. Conviene,
entonces, comenzar por señalar el enorme cambio que supuso en
esa época la irrupción de la política democrática. La polis fue una
forma de organización completamente nueva, hasta entonces inédita.
En la polis, "el Palacio y el Rey son reemplazados por una comunidad
de hombres libres o ciudadanos –sea cual fuere la porción de la población
que la constituía– que representa y encarna al estado. Es este
principio de ciudadanía –que recubre las diferencias cualitativas que
pudiera haber entre los hombres con una misma identidad cívica– y
la identidad entre estado y cuerpo de ciudadanos, lo que es la característica
única de la polis". En la medida en que el principio de igualdad
entre los ciudadanos suspendía, en el terreno político, la desigualdad
social entre trabajadores y no-trabajadores, la política así nacida "brin43
Más allá de la vieja izquierda
dó a las clases trabajadoras10 una libertad y un poder que nunca antes
habían poseído y que en muchos sentidos nunca más recuperarían". En
este sentido, por todo lo que hoy uno pueda decir –y con razón– que la
igualdad política es sólo un sustituto de la igualdad real, no hay que
perder de vista que la separación de una esfera de lo político de la esfera
de lo privado (polis/oikos) fue un enorme avance en el sentido de la lucha
por la igualdad.
Lo que es importante para nuestros propósitos es que esta nueva forma
socio-política estuvo apoyada en una cultura particular. En efecto, la
democracia ateniense estaba basada en una imagen del hombre novedosa,
no metafísica sino histórico-natural, que procede del impulso científico
de los griegos. Esta imagen parte del hombre natural en tanto especie
compuesta por individuos iguales entre sí: igualitarismo y universalismo
son así fundamentales. Una de las consecuencias de esta antropología es
que las reglas sociales aparecían "menos como principios que como convenciones,
que no encarnan leyes eternas escritas en el Cielo o grabadas
en la naturaleza espiritual del hombre, sino que son acuerdos elaborados
en común por los propios hombres en respuesta a necesidades colectivas".
Las leyes, por ejemplo, se concebían como aquello que aparecía
toda vez que dos hombres entraban en relación, estableciendo un sistema
de derechos que ellos mismos definían en su asociación (y no como un
conjunto de principios fijo, independiente de tiempo y lugar), y que por
ello era variable. Finalmente, este tipo de antropología y de política iban
acompañadas de determinadas pautas culturales, que es lo que a nosotros
nos interesa. Entre ellas, cabe señalar la valoración del consenso
como "armonía de intereses distintos" en buena voluntad y entre iguales
(que por serlo están dotados de una capacidad espontánea para establecer
relaciones de amistad), la legitimidad de tener intereses materiales
diferentes (que por ello deben negociarse con un sentido de utilidad y
filantropía, que para los griegos suponía moderación del egoísmo pero
sin llegar a un puro altruismo) y la necesidad de establecer relaciones
justas e imparciales para todos. En esta cultura, la palabra, el deliberar
entre iguales (es decir, la política), tenía un valor primordial. Este tipo
de sentimentalidad –que es producto y productora de la democracia entendida
como igualdad– puede encontrarse en los filósofos no-socráticos
como Demócrito o Protágoras, y en varios poetas. Sin duda formaba también
parte de la cultura popular.
Segundo momento: la colonización aristocrática
La lógica de la expansión de esta antropología, esta política y esta
sentimentalidad democráticas fue reduciendo rápidamente en Atenas el
peso social y político de la antigua nobleza –los "mejores" (aristoi)–, formada
por una aristocracia terrateniente que se vio crecientemente desplazada
por el demos, esa chusma de mercaderes, artesanos, productores
de manufacturas, comerciantes y trabajadores. En este contexto, un grupo
de jóvenes filósofos pertenecientes a esa aristocracia, los Socráticos,
construyó un sistema de pensamiento para defender los valores y forma
de vida de su clase en decadencia, y contener el avance nivelador de la
democracia, la "tiranía de las mayorías", y la vulgaridad mercantil que,
sentían, estaba corroyendo a Grecia. Pero no lo hicieron sencillamente
afirmando sus viejos valores (nobiliarios) y negando los nuevos (democráticos),
sino construyendo una filosofía que aceptaba nominalmente los
motivos de su adversario, pero localizándolos de forma tal de vaciarlos
sutilmente de contenido. Como bien señalaron Neal y Ellen Meiksins
Wood, la intención de reinsertar la igualdad dentro de una concepción
jerárquica es lo que anima el proyecto filosófico conservador de Sócrates,
Platón y Aristóteles.
Simplificando enormemente, los pasos de esta operación fueron los
siguientes. En primer lugar, Sócrates ligó lo político a una particular
concepción del conocimiento. Para él "una buena decisión está basada
en el conocimiento y no en el número [es decir, la mayoría]". Ahora
bien, el conocimiento verdadero tiene que ir más allá de las "existencias
sensibles", es decir, aquello que se percibe con los sentidos: debe acceder
a la "realidad metafísica", que es el ser, la esencia o naturaleza de una
cosa, oculta tras sus múltiples manifestaciones visibles. Por ello, el terreno
del conocimiento es diferente del de la mera opinión; para conocer es
preciso tener una mente desapasionada capaz de realizar análisis riguro-
sos que vayan más allá de la confusión del mundo de lo sensible. Ahora
bien, para Sócrates el conocimiento es una disciplina (techne) como otras:
así como hay carpinteros y zapateros, hay quienes se especializan en el
conocer. Pero es una disciplina especial, ya que es la que permite acceder
a la virtud: el conocimiento de la virtud es lo único que hace falta para actuar
virtuosamente. Naturalmente, para Sócrates esto quería decir que la política
no debe ser definida en el terreno de la opinión, que es el de las
múltiples y confusas apariencias del mundo sensual, sino que en el del
conocimiento y la virtud.
Aquí es donde entra en juego el ataque a la cultura democrática.
Porque Sócrates deja en claro que el conocimiento/virtud no está al alcance
de todos, pues requiere "desapasionamiento", tiempo libre para el
estudio y constante auto-examen. El hombre común que trabaja para
ganarse la vida no sólo no tiene tiempo, sino que está ligado en cuerpo y
alma al mundo material, al mundo de las necesidades. El conocimiento,
por el contrario, es y requiere liberación del mundo de las apariencias y
de las necesidades. No es que el hombre común no pueda llevar una vida
moral, pero sólo puede hacerlo en un plano inferior al del ideal socrático.
Así, la política es transformada en una actividad filosófica que reemplaza
a la política pragmática de la polis, basada en la igualdad, el sentido
común, la deliberación y el consenso. La política debe ser manejada por
aquellos que tienen el conocimiento y la virtud en su más alto grado.
Naturalmente, quienes cumplían con estos requisitos eran los aristócratas,
no sólo porque tenían el tiempo libre y la necesaria distancia respecto
del mundo de las necesidades (indispensable para acceder al conocimiento),
sino porque las virtudes quedaban definidas en forma teleológica,
como un deber ser fijo y exterior a la elección de los sujetos, y que
curiosamente correspondía con los ideales y valores culturales de la aristocracia.
La superposición entre virtudes deseables y valores de la aristocracia
es particularmente visible en el listado que ofrece Platón: "gentileza,
gracia, refinamiento, cultura" como lo opuesto de los vicios, que son
claramente atributos del demos: "vulgaridad, ordinariez, insolencia, presunción,
tosquedad". Pero fue Aristóteles quien ofreció la versión más sutil de esta estrategia
conservadora, al evitar un rechazo a la igualdad que fuera demasiado
explícito (como en Platón). El razonamiento de Aristóteles es el siguiente:
dado que los hombres comunes en general son incapaces de obrar
según una moral virtuosa, la política trata de adaptar los asuntos de la
polis a esa condición, eligiendo siempre el mal menor sin hacer intentos
de llevar a los hombres a la perfección. Por otro lado, ya que el mundo
natural es una sucesión jerárquica que comienza en lo inanimado, y
continúa en las plantas, los animales, los hombres y, finalmente, los dioses,
esta jerarquía supone funciones, y en cada caso el ser superior está
moralmente habilitado a dominar al inferior. Esta jerarquía del cosmos es
fija e inmutable. Como es sabido, Aristóteles cree que algunos humanos
son naturalmente superiores a otros, y en la superioridad de algunos el
"buen nacimiento" y la riqueza –especialmente la heredada, y no la de
los nuevos ricos– son fundamentales. En el otro extremo (sin contar a los
esclavos, que son cosificados) Aristóteles sitúa a los pobres, los que realizan
labores manuales, los que trabajan en relación de dependencia, y los
comerciantes que compran y venden en el mercado. Tal como en Sócrates,
esta categoría de gente es incapaz de acceder a la virtud, y Aristóteles
preferiría que fueran despojados de la ciudadanía. Su ideal político reside
en el gobierno de los más capaces, con el apoyo social de la "clase
media" (que en su definición corresponde sólo a los medianos propietarios
de tierra y no a algún grupo urbano). La politia que Aristóteles así
diseña como forma de salir de la crisis política en la que se encontraba
Grecia –y cuyo origen él percibía claramente en la lucha entre
clases sociales– es una mezcla de elementos democráticos y oligárquicos,
apoyada en la clase media rural, para contrarrestar la influencia
del demos urbano.
Lo que importa para nosotros es que Aristóteles, en su empresa conservadora,
propuso un cambio en la antropología igualitaria que formaba
el núcleo de la cultura y la sentimentalidad ateniense. En efecto, contra
la ética democrática, basada en la idea de "igualdad humana" y de "filantropía"
que supone una tendencia espontánea e inevitable de los hombres
hacia la amistad/concordia, Aristóteles argumentó en su Ética que
ésta, lejos de ser espontánea e inevitable, era una virtud (teleológica) y,
como tal, el producto de un esfuerzo, de una cultura. Sólo las personas
completamente virtuosas –i.e., los aristócratas– son capaces de expresar
una amistad/concordia perfectas. Así, Aristóteles disuelve el concepto de
filantropía universal entre seres humanos iguales, dividiéndolo en tres
formas de concordia tomadas del modelo de la familia: la benevolencia
autoritaria (propia de la relación padre-hijo), la conducción aristocrática
(propia de la relación entre marido y esposa) y, finalmente, el espacio
de la lealtad entre iguales (propia del vínculo entre hermanos). A través
del modelo de la familia, Aristóteles intenta contrarrestar el igualitarismo
de la esfera de lo político y la antropología democrática.
Una operación semejante es la que Aristóteles realiza con la idea democrática
de "consenso" como aplicación de la buena voluntad y armonía
de las partes. Aristóteles opina que no puede haber verdadera armonía
entre la aristocracia y las clases menores; sólo puede haber una aceptación
de que los elementos superiores deben gobernar, y es a esto a lo
que debe llamarse "consenso", ya que la verdadera armonía, como vimos,
sólo puede darse entre los elementos aristocráticos. Por ello, Aristóteles
deja de lado el tema de la formación de opiniones en las cuestiones políticas;
así, el rol verdaderamente político del demos es abolido. En su
lugar, la clase alta se une en una congruencia que no es opinión, sino
convicción moral (de la cual tienen el monopolio). El objetivo de este
cambio de perspectiva, naturalmente, es eliminar el componente universalista
e igualitario que implicaba describir la democracia como el encuentro
de las mentes de ciudadanos iguales que deliberan entre ellos y
arriban a decisiones.
Finalmente, munido de esta nueva antropología y de su idea de las
virtudes, Aristóteles se ocupa de la idea de igualdad política. Lo sutil de
su argumentación reside en que, lejos de rechazarla, Aristóteles se la
reapropia en su idea de "igualdad proporcional", que es entendida
como "correspondencia" o "proporción" de los beneficios y atribuciones
de acuerdo a las desigualdades fundamentales que existen entre
los hombres.
Resumiendo, el proyecto conservador de los socráticos buscó colonizar
la cultura democrática subvirtiendo sus propios conceptos. Contra la
opinión, la deliberación entre iguales, el sentido común y el establecimiento
de consensos a medida de cada situación, los socráticos opusieron
una idea metafísica del conocimiento (que lo alejaba de la gente
común), una idea teleológica de las virtudes y de la educación en la
virtud (que prefería, antes que al hombre realmente existente, la imagen
fija de un deber ser proyectada al futuro) y la idea de ley como norma
metafísica de justicia (que alejaba el establecimiento de las leyes de la
deliberación política). En este esquema, la moderación dejaba de ser una
parte necesaria de la filantropía –es decir, el considerar los intereses del
prójimo en una relación entre iguales– para pasar a ser algo distinto.
Combinada en Aristóteles con la doctrina de las virtudes, la moderación
pasó a ser entendida como el "justo medio" en todas las cosas, una con-
cepción que conviene analizar con mayor detenimiento, ya que es uno
de los elementos culturales más importantes del sentido común actual.
Moderación como "justo medio"
En nuestra cultura circulan una serie de imágenes acerca de la moderación
como "justo medio" entre los extremos, a los que se califica como
una conducta inmoderada. "Los extremos son malos", "los extremos se
tocan", son frases del sentido común que expresan un aristotelismo inconsciente,
y que cargan consigo la operación ideológica que los socráticos
alguna vez diseñaron, y que la ideología liberal-burguesa retomó
muchos siglos después. Veamos cómo funciona.
Como señalamos más arriba, Aristóteles estableció una serie de virtudes
teleológicas, es decir, pautas ideales de comportamiento que se consideran
como correctas en sí mismas, más allá de tiempo o lugar, y en las
que los hombres deberían educarse. Como también hemos visto, estas
virtudes reproducían las pautas de conducta y los valores de la aristocracia
griega, y rechazaban las conductas y valores del demos, considerados
como vicios. En su doctrina del "justo medio", Aristóteles argumentó que
tales virtudes –coraje, autocontrol, generosidad, magnificencia, gentileza,
gracia, etc.– representaban el punto medio entre un exceso y una
deficiencia, y que, por ello, vivir virtuosamente significa llevar una vida
de moderación. La virtud o excelencia del carácter, según Aristóteles, se
define en aquello que "es relativo a una elección, que yace en el medio,
es decir, en el medio relativo a nosotros, siendo éste determinado por los
procedimientos racionales por los cuales un hombre sabio (phronimos) lo
determinaría". Así, si fuéramos sabios, en teoría, observaríamos las conductas
extremas (en exceso y en defecto), y así determinaríamos un punto
medio, que no necesariamente debe entenderse como una proporción
aritmética perfecta, sino como un equilibrio aproximado. Por ejemplo,
respecto de la virtud del coraje, se determina como un punto medio
entre el ser miedoso y el ser temerario. Ahora bien, como los comentaristas
de Aristóteles han señalado, es una curiosa simetría que todos los
comportamientos puedan errar en dos y sólo dos formas (por exceso o
defecto). Como sostuvo Rosalind Hursthouse, se trata de una falsa doctrina
del "medio": la virtud, en realidad, no está en el medio de nada.
Actuar mal no siempre es mostrar una inclinación "demasiado", o "muy
poco": es sencillamente actuar mal. Por ejemplo, tener coraje no es un
equilibrio entre el miedo y la temeridad, sino hacer lo correcto en la
circunstancia apropiada, aun si hay riesgos. La temeridad no es tener
demasiado coraje, ni muy poco miedo, sino hacer algo que el sentido
común indica que debería no hacerse, porque implica riesgos que no
están en relación con los posibles beneficios. Más aún, no puede establecerse
cuáles son las conductas "extremas" sin establecer primero cuál es
el "medio", lo adecuado. El "medio" no se calcula de acuerdo a una
relación óptima entre "extremos", sino que pre-existe a los extremos,
definiéndolos.16 La doctrina del medio es una metáfora, que traslada al
plano de la ética y los comportamientos algunas observaciones del mundo
natural que Aristóteles y que todos nosotros realizamos día a día: que
si algo no está en equilibrio se cae, que no es bueno comer mucha cantidad
pero tampoco comer muy poco, etc. Lo importante es que esta metáfora
"naturaliza" la definición de lo virtuoso (una definición que, como
vimos, procede del estilo de vida aristocrático). Decir que una pauta de
comportamiento de una clase social dominante es "el justo medio", es
otra forma de decir que es lo natural, lo objetivamente mejor, y que debe
ser obedecida sin cuestionarse. Así, "ser moderado" –que en la cultura
democrática era considerar también las necesidades del prójimo y no
centrarse egoístamente en los deseos propios– pasa ahora a significar actuar
de acuerdo a los valores de la clase dominante. El círculo está cerrado:
la ética aristocrática colonizó así el lenguaje de la ética democrática.
Lo extraordinario de este dispositivo –tan simple y sin embargo tan
efectivo– es la manera en que se presta para traducirlo en política concreta.
Ya Aristóteles lo hizo en su época, al inventar el concepto de "clase
media", trasladando así a un grupo social determinado las virtudes políticas
de representar "el justo medio". Demás está decir que este grupo no
estaba situado "en el medio" de nada, ya que la sociedad no es una cantidad,
ni tiene un volumen o una forma de la que pueda establecerse un
"centro" o "medio". Aristóteles seleccionó a los medianos propietarios de
tierra para investirlos con el título de "clase media", porque esperaba que
ellos proveyeran un apoyo social para el modo de vida de la aristocracia
rural y para la defensa de la propiedad y la autoridad contra el populacho
urbano, y porque suponía que su posición social los habilitaba para
llevar una vida aceptablemente virtuosa y los interesaba en los asuntos
públicos, aunque no tanto como para excitar la ambición por el poder.
Al nombrar una "clase media", Aristóteles trasladaba sobre ella su idea de
la virtud como "medio" y, así, le otorgaba un lugar preponderante en la
política.17 Porque la política, en términos socráticos, no se trata de deliberar
y alcanzar acuerdos entre iguales, sino de acercarse a un ideal moral
pre-definido (aristocrático).
Tercer momento: la ambigüedad de la Ilustración
La filosofía de la Ilustración contiene aspectos universalistas e igualitaristas
que la asemejan, en varios sentidos, a la cultura griega pre-socrática.
Al mismo tiempo, también comparte algunos elementos con la antropología
socrática. En el plano de la sentimentalidad, que es el que nos
interesa aquí, la Ilustración dieciochesca elaboró una concepción de la
felicidad entre los hombres tomando motivos de la antigüedad clásica y
otros más tardíos. Como ideal de la vida del individuo en sociedad, los
philosophes tendieron a proponer la concepción de felicidad como "mediocridad"
o "medianía", que para ellos significaba un estado de equilibrio
entre la abundancia y el ascetismo, entre posesiones y deseos. La
mediocridad es la transposición a la sociedad de la idea de reposo, de
moderación de las pasiones que permite al alma disfrutar de su inmovilidad
o equilibrio. Implica una moral de la mesura, que consiste en aprovechar
al máximo lo que se posee sin arriesgarse a grandes ganancias, que
siempre pueden terminar en grandes pérdidas. Trasladada al plano de la
política, la idea ilustrada de felicidad como medianía contiene una ambigüedad
o indeterminación característica. Según Helvecio, por ejemplo,
para asegurar tal estado de felicidad convendría fundir a ricos y pobres
en una misma masa de hombres y mujeres en "medianía". Para otros
menos dispuestos a atacar la propiedad, como Diderot, el ideal de medianía
se realiza en una clase social en particular, la clase "acomodada",
situada entre ricos y pobres. Como bien señaló Robert Mauzi, el ideal
ilustrado de felicidad como mediocridad retoma varias influencias diferentes:
el tema estoico de la impasibilidad del sabio, la temática epicúrea
de la aurea mediocritas, la exhortación cristiana a soportar las pruebas que
no involucren más que al cuerpo, el desprecio nobiliario por la mera
adquisición de riquezas y también las aspiraciones de la burguesía en
ascenso, que encuentra en este ideal, al mismo tiempo, la forma de descalificar
a los Grandes y de olvidar a los humildes. De este modo, la idea
de la "dorada medianía" contiene una ambigüedad política fundamental,
que permite tanto afirmar la autonomía del alma respecto de la condición
social como justificar la desigualdad social.18 Durante el siglo XVIII
esta ambigüedad quedó irresuelta, en especial porque la teoría de la sociabilidad
natural entre los hombres oscurecía el problema de la posible
falta de coincidencia entre felicidad individual y felicidad colectiva: el
optimismo dieciochesco, de diversas maneras, suponía que la una traía
implícita a la otra.
Cuarto momento: la colonización liberal-burguesa
La matriz básica del pensamiento de Aristóteles reaparece en el liberalismo
contemporáneo para resolver tal ambigüedad. Porque, en cierto
sentido, el elitismo del liberalismo moderno, como el de los socráticos,
también debió enfrentar las consecuencias universalistas, igualitaristas y
democráticas que derivaban de la filosofía de la Ilustración. También la
antropología ilustrada, con su idea de la sociabilidad natural entre los
hombres, su idea de la autonomía de los individuos, su idea de un contrato
social entre iguales guiados por la razón y su idea de la soberanía
del pueblo atentaba contra la preservación de las elites (como quiera que
uno las defina). El liberalismo moderno, como ideología de legitimación
del poder, siguió los mismos pasos que los aristócratas griegos: colonizó
el lenguaje ilustrado de la moderación, la libertad, la igualdad y la fraternidad
hasta vaciarlo de contenido. El liberalismo aprendió a hablar en
el lenguaje y la cultura de su enemigo, y en ello reside su éxito.
Aun cuando muchos pensadores liberales sostuvieron que el liberalismo
(y por ello también el Estado liberal) debe predicar la neutralidad
moral –es decir, no interferir en los valores que profesan las personas, ya
que esto pertenece al ámbito privado de los individuos– el liberalismo tal
como fue llevado a la práctica participa de la concepción socrática de la
virtud. En efecto, el aspecto teleológico de esa concepción se reencuentra
en el temor al "despotismo de las mayorías" y en el énfasis que los liberales
pusieron siempre en la idea de capacidad. Tal idea supone que, aun-
que en teoría la soberanía pertenece al pueblo, en la práctica no todos los
individuos están capacitados para ejercerla. El ejemplo más obvio es el de
los liberales doctrinarios, que sostenían la política de restringir el voto a
quienes tuvieran propiedades o un determinado nivel de ingresos. Para
ellos, no se trataba de que tener dinero en sí fuera necesario para ejercer
la soberanía; lo que argumentaban era que el poseer dinero era un índice
que demostraba la capacidad de las personas. El avance de la democracia,
a partir de la revolución de 1848, barrió con el voto censitario y con el
gobierno de los doctrinarios. Sin embargo, la problemática de la capacidad
siguió formando parte del discurso liberal, en el énfasis que el liberalismo
siempre puso en la educación. En efecto, de nuevo en este caso, si bien
la soberanía pertenece al pueblo, sólo aquellos educados en los valores
liberales podían ejercerla. La idea de que la educación se extendería algún
día a todos los individuos no era un obstáculo para los liberales, en la medida
en que un pueblo "educado" era sinónimo de un pueblo liberal. La facilidad
con la que los liberales siempre consideraron conveniente suspender
el derecho del pueblo a decidir sobre su destino toda vez que sus decisiones
no se correspondían con el ideario liberal es prueba de ello (piénsese en
Hayek, en la generación de 1880 en Argentina, en Alsogaray, pero también
en las políticas de los países colonialistas y de EE.UU. en el tercer mundo).
En los hechos, la "capacidad" fue siempre, para los liberales, condición de
participación política: en la igualdad, tal como el liberalismo la entiende,
siempre hay algunos que son "más iguales que otros".
Otro vínculo del liberalismo con la reacción aristocrática de los socráticos
está en la idea de los Derechos Humanos como derechos naturales
(metafísicos), antes que como convenciones sociales: este movimiento
corresponde a la concepción griega que hizo de las leyes criterios absolu-
tos de justicia, alejándolas así del campo de las deliberaciones democráticas
entre iguales.
Pero el vínculo más importante para nuestros propósitos está en la
idea de las virtudes de "lo intermedio", y de moderación como "justo
medio". Así como Aristóteles situó en una "clase media" la virtud política
dentro de la politia, los liberales reprodujeron la misma movida ideológica
durante toda su historia. El intento de asignar la mayoría de la virtud
política a un grupo "intermedio" (y por ello dotado de una capacidad y
una virtud especiales para moderar la vida política) se encuentra desde el
principio en la tradición liberal. En efecto, ya Montesquieu –que opinaba
que la buena democracia no debía ser sino una aristocracia perfeccionada–
sostuvo la necesidad de mantener "cuerpos intermedios" en manos
de la nobleza, y asignar otras atribuciones a cuerpos no electivos. La
idea tras este diseño es preservar una esfera con derechos anteriores e
inmunes tanto a la soberanía popular como a la soberanía estatal. Los
liberales posteriores, enfrentando el impulso democrático irrefrenable,
tuvieron que resignar la supremacía de lo que los filósofos ilustrados
bien llamaron cuerpos nobiliarios "privilegiados" (privi-legio: "ley privada").
Pero la cuestión de los "cuerpos intermedios" reapareció en el pensamiento
liberal decimonónico bajo la forma del "gobierno mixto" y, más
recientemente, de la "sociedad civil".20 En efecto, la temática contemporánea
de la importancia de las instituciones de la "sociedad civil" ("intermedias"
entre el Estado y los individuos), fue desarrollada por Tocqueville
en su idea de las "asociaciones", que procede directa y explícitamente
de la idea de los cuerpos nobiliarios privilegiados.21 Así, hay "asociaciones"
21 Decía Tocqueville: "Creo firmemente que es imposible restaurar una aristocracia en el
mundo, pero opino que los ciudadanos corrientes, asociándose, pueden dar nacimiento a
seres opulentos, influyentes y ricos; en una palabra, a particulares aristocráticos. De esta
manera se obtendrían muchas de las mayores ventajas políticas de la aristocracia sin sus
injusticias ni sus peligros. Una asociación política, industrial, comercial o incluso científica
y literaria, equivale a un ciudadano ilustrado y poderoso al que no se puede sojuzgar a
voluntad ni oprimir en silencio, y que al defender sus derechos particulares contra las
exigencias del poder, salva las libertades comunes". TOCQUEVILLE, Alexis de: La Democracia
en América, Madrid, SARPE, 1984, T.II, p. 271.
en las que deben preservarse ciertos derechos anteriores al gobierno
de las mayorías, y que también cumplen la función de "escuelas" donde
los ciudadanos se educan en la cultura liberal. De nuevo en este caso,
hay algunas asociaciones más virtuosas que otras: por ejemplo, en una de
las teorizaciones recientes más importantes de la idea de "sociedad civil",
se excluye de ese ámbito a los sindicatos, ya que están demasiado ligados
a intereses económicos.22 Después de siglos se reencuentra el mismo desprecio
de los socráticos por el contacto con el mundo de las necesidades
materiales. La cuestión de la moderación queda subsumida así en la moderación
de la soberanía popular.
Pero en ningún lugar es más notable la reaparición del conservadurismo
aristotélico y de su idea de la virtud y moderación como "justo medio"
que en el discurso liberal-burgués de "clase media". Así como Aristóteles
invistió de virtud política al grupo de medianos propietarios de
tierra (en el que buscaba obtener un apoyo político), por medio de la
metáfora del "justo medio"/"clase media", los liberales contemporáneos
hicieron lo propio en los siglos XIX y XX. Apartir de Guizot, el liberalismo
se presentó como "el partido de la clase media", y a ésta como encarnando
los valores de la moderación, justamente por estar "en el medio".
A través del tiempo, el concepto de "clase media" fue cambiando de
significado: en épocas de Guizot se trataba de la alta burguesía (entre el
radicalismo del pueblo y la reacción de la antigua nobleza); más tarde
serían las "nuevas capas sociales" o pequeña burguesía (entre el socialismo
obrero y la miopía de la gran burguesía). Lo cierto es que los límites
"inferiores" de la clase media siempre estuvieron claros (el populacho al
que se quiere excluir), mientras que sus límites superiores siempre fueron
más difusos e inclusivos. Consecuentemente, en tanto partido de
"clase media" o de la "media" de la población, la política liberal se presentó
siempre como política "de centro", entre los "extremos" de la derecha
y de la izquierda.23 Inútil subrayar, a esta altura, que las políticas
liberales no están en el "centro" de nada: son sólo opciones entre un
abanico de alternativas posibles.
Resumiendo. Hemos visto cómo, en dos momentos distintos (pero
fundamentales) de la historia del pensamiento occidental, una ideología
elitista colonizó la política y la cultura democráticas. El liberalismo moderno
logró hacerlo, empleando básicamente (entre otras cosas) cuatro
dispositivos: por un lado fundando una teoría de los derechos individuales
("Humanos") –entre ellos a la propiedad– como derechos naturales,
y por ello intocables por las mayorías. En segundo lugar, retomando
la idea de virtud para establecer un ideal (liberal) de ciudadano al que
los hombres y mujeres realmente existentes debían adaptarse (educarse)
antes de reclamar el ejercicio de sus derechos políticos. En tercer lugar,
estableciendo una serie de instituciones no electivas –estatales o de la
"sociedad civil"– en las que se depositan determinados derechos que
quedan así fuera del alcance de la soberanía popular. En cuarto lugar
–y esto es lo fundamental para nuestro propósito– obliterando la idea
de la moderación de modo tal de naturalizar los valores de determinada
clase social ("clase media") y de determinadas políticas ("de centro").
La metáfora del "justo medio", aplicada a la política, agrupa un
amplio sistema de representaciones mentales y pautas culturales y sentimentales
que asegura que el predominio de una clase y de un tipo
de política sea percibido como "moderado", de "sentido común", "razonable",
"viable", "responsable", "equilibrado". Así, en la hegemonía liberal-
burguesa, las ideas de igualdad, autonomía individual, medianía,
moderación, deliberación entre iguales, etc., quedan envueltas en un
discurso que las repite y utiliza, vaciándolas, sin embargo, de su contenido
democrático. La ideología liberal-burguesa, como toda ideología
dominante, venció a sus adversarios robándoles sus palabras y
parasitando su cultura.
Volvamos ahora a la cuestión de la cultura de la izquierda y el
romanticismo.
Cultura contemporánea y cultura de izquierda
El liberalismo ha sido la ideología hegemónica en los dos últimos
siglos. Hasta el momento enfrentó con éxito a la cultura católica, la revuelta
romántica del siglo XIX, los movimientos de masas fascistas, y la
variedad de socialismos, populismos y movimientos de liberación nacional
que intentaron destronarlo. También, con y sin ayuda de la fuerza
directa, ha corroído las cosmovisiones autóctonas de una gran variedad
de sociedades no occidentales. Bajo la hegemonía cultural del liberalismo
la burguesía ha transformado al mundo a su imagen y semejanza.
Existen muchas razones para este éxito: sólo me he concentrado aquí
en algunos de los aspectos de su cultura y sentimentalidad que colaboraron
y colaboran en la constante y cotidiana reafirmación de su hegemonía.
El liberalismo ha sabido hablar el lenguaje de la igualdad y travestirse
en el vocabulario y la sentimentalidad democrática. Ha ofrecido a los
individuos, dentro de ciertos límites, la posibilidad de desarrollar sus
intereses particulares y obtener legitimidad para sus necesidades individuales,
privadas, materiales. Ha colonizado el sentimiento de la tolerancia,
la moderación y el respeto a los demás (que en sí no son burgueses ni
liberales). Ha apelado al lenguaje del sentido común y, dentro de ciertos
límites, ha fomentado y utilizado en su favor la participación y la deliberación
entre iguales. Se ha tomado el trabajo de "educar" a la población
en sus valores y en su ideología. Ha cedido algunos centímetros frente a
sus adversarios cuando fue preciso, pero manteniendo siempre sus principios
incólumes. La forma en que se apropió de parte del mensaje del
socialismo –trastocándolo de lucha contra la opresión a un simple reclamo
por la extensión de los servicios que brinda el Estado– es característica.
La cultura y los sentimientos que gobiernan hoy la esfera política y las
relaciones sociales, al menos en los países del llamado "Occidente", son
profundamente antirrománticos. Ya no estamos en el siglo XIX, cuando
millones estaban dispuestos a la aventura (la Revolución, la guerra, la
purificación de la raza, ¡qué importa cuál!) y a los grandes proyectos, sin
importar cuántas cabezas rodaran en el camino. Después de las guerras,
Auschwitz, Hiroshima, el Gulag y las innumerables represiones militares,
en la sentimentalidad que predomina actualmente entre la gente
común tiende a valorizarse más el sentido común, la responsabilidad en
las acciones, la credibilidad, la evaluación de los costos y posibilidades
de éxito en los cambios, la moderación, el respeto a los motivos del prójimo,
la tolerancia, la apertura.24 Por supuesto que circulan también
muchísimos elementos románticos y poéticos en el cine, en la literatura,
en la música, en algunas nostalgias de otras épocas, o en los textos de
algunos intelectuales marginales. Estos elementos, sin embargo, restringidos
al ámbito de la ficción, son el complemento necesario de la cultura
liberal. El mercado vende rebeldía envasada y culto a la muerte para
adolescentes en los discos de Marilyn Manson, elogio de la locura o del
Idiota Santo en películas como Amadeus o Forrest Gump, culto al coraje y
una visión romantizada de la comunidad del pasado en Corazón Valiente,
y la promesa de una conexión cósmica y de armonía con el universo en
los cristales y pirámides para cultores de la New Age. Así, lo que queda
hoy de la cultura romántica ofrece un recreo indispensable frente al sinsentido
o al aburrimiento y la monotonía de nuestra cotidianidad, y a
veces un estímulo para asumir una moderada y funcional cuota de riesgo
en nuestras vidas. Nada más. En el ámbito de la política, los únicos
grupos que se apoyan exclusivamente en una sentimentalidad romántica
son la ultraderecha y gran parte de la izquierda radical. Ambos grupos
son marginales y minúsculos en su incidencia política. Es cierto que tal
romanticismo atrae a un pequeño grupo de jóvenes todos los años; pero
incluso estos no duran demasiado dentro de esos grupos. La enorme
mayoría de la gente los mira con antipatía o temor.
La cultura y la sentimentalidad de izquierda se forjaron en el siglo
XIX, la época de la revuelta romántica, cuyos sentimientos estaban en las
antípodas de los actuales. Desde entonces hasta hoy la sentimentalidad
predominante cambió dramáticamente; los sentimientos de la tradición
de izquierda, sin embargo, continuaron anclados en un pasado ya distante.
Es, entre otras cosas, el pesado legado de la sentimentalidad romántica
lo que ha hecho cada vez más difícil, para la izquierda, el comunicarse
con las personas "normales" del mundo real.
Hay una frase de Marx cuya inactualidad resume el cambio como
ninguna otra, cuando decía que los trabajadores se lanzarían a la revolución
porque "lo único que tienen para perder son sus cadenas". La izquierda
actual necesita comprender y respetar el hecho de que los trabajadores
tienen mucho más que perder además de sus cadenas. Cualquiera
que haya hablado con un trabajador sabe de la enorme desconfianza
que sienten frente a las ideas abstractas y a las recetas para mundos ideales.
Sabe de la gran reticencia que sienten a arriesgar sus trabajos –para
no mencionar sus vidas– en nombre de acciones que muy probablemente
fracasen. Sabe del enorme valor que le dan a su minúscula capacidad de
consumo, al modestísimo confort de la casa familiar, al pequeñísimo espacio
de vida individual y privada que poseen, y que esperan sea seguro
e inviolable.
Frente al romanticismo del militante de izquierda que invita siempre
a la clase obrera al arrojo y la heroicidad (la huelga general, la rebelión,
etc.), el trabajador real prefiere apegarse al sentido común y al cálculo
racional para decidir la conveniencia de una acción. Y sin embargo, para
gran parte de la cultura de izquierda, la moderación, el cálculo racional
de probabilidades, la vida privada, el disfrute de lo que se posee y el
sentido común siguen siendo pecados "burgueses". Como el héroe romántico,
la izquierda sigue esperando a su enamorada ideal, una Revolución
que sea como una "bestia femenina que todo lo devore y lo consuma
en su fuego" ¡Maldita sea la tibieza! Frente a una realidad que no la
escucha, la izquierda repite sus consignas y sus rituales del pasado, imaginando
que el problema es que no está gritando lo suficientemente fuerte,
que hace falta más declamación, que hay que ir más seguido a la
plaza, y golpear con más fuerza al bombo. En el mundo aparte de la
izquierda, sus pocos habitantes se entregan al deporte de superarse mutuamente
en maximalismo, a ver quién es el más radical y osado de todos.
Mientras tanto, los ideólogos liberales saben que la realidad no es
sorda: sólo se trata de saber hablar en su idioma. Mientras la cultura de
izquierda invita a la repetición romántica o se enreda en las abstracciones
de la filosofía, los liberales se toman el trabajo de hablarle pacientemente
a "Doña Rosa", de explicarle sus razones, de escuchar sus ansiedades.
Hablando el lenguaje del sentido común, dosifican la ideología para que
penetre mejor.
La cultura de izquierda necesita volver a escuchar, aprender de nuevo,
sustraerse del mundo de los héroes románticos y de las gestas épicas
del pasado, para recuperar el contacto perdido con el lenguaje y los
sentimientos de los hombres y mujeres de nuestra época. Los sentimientos
de la izquierda deben hacer lugar para albergar (de verdad, sin altiva
condescendencia) los valores del sentido común, de la moderación, de
la razonabilidad, de la factibilidad, del gozo de la vida privada y los
placeres materiales, de la libertad, del respeto al prójimo, de la tolerancia,
de la deliberación de igual a igual, en definitiva, de la igualdad con
nuestros prójimos tal como ellos son aquí y ahora. Todos estos valores y
sentimientos eran nuestros antes de que la ideología liberal-burguesa los
colonizara, y todavía nos pertenecen.
Para recuperar el contacto con el mundo actual, la izquierda debe
hacer un profundo autoexamen de su cultura y sus sentimientos. No se
trata de rechazar el romanticismo en bloque, porque también partes de él
nos pertenecen por derecho propio. El sentimiento de fraternidad, el festejo del compromiso con los ideales, el coraje para asumir riesgos, las
imágenes de las gestas del pasado, la celebración de la lucha, las ensoñaciones
poéticas, la pasión revolucionaria, el culto de una vida intensa, la
utopía de un mundo nuevo, la aspiración a otro vínculo entre el arte y la
vida y entre la política y lo cotidiano, son algunos de los elementos románticos
que nos pertenecen y que son indispensables para el proyecto
emancipatorio. Pero deben estar combinados con un agudo sentido de la
realidad, con un programa político factible para cada circunstancia, con
el respeto a los demás y las razones e intereses individuales, con una ética
de la responsabilidad y con un compromiso por el respeto a la deliberación
con las personas reales (opinen lo que opinen). Se equivoca Michael
Löwy cuando concluye que "la utopía será romántica o no será". La
cultura de izquierda estuvo hasta ahora excesivamente dominada por su
costado romántico: es hora de conectar también con el legítimo sentimiento
antirromántico de nuestra época, si lo que queremos es hacer
política emancipatoria de verdad. Esta es la verdadera "restricción cultural"
que sufre la izquierda.
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